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Blogs Puentes de Palabras por José Manuel Otero Lastres

El cucurucho de castañas

José Manuel Otero Lastres el

Subo este cuento publicado el 16 de enero de 2005 que figura en mi libro “Las nubes pueden ser gemelas” y que dedico hoy a mi admirado Alfredo Conde.

 

“Estaban sentados en un banco del parque al atardecer de un día frío y soleado de otoño. Entre ambos habían extendido un paño de cocina de cuadrados azules y blancos, y habían dispuesto sobre él una lata de mejillones, dos botes de cerveza, una barra de pan y un cucurucho de castañas asadas.

-¿Qué te ha pasado en la ceja que la tienes un poco hinchada?- preguntó Maruxa.

-Nada… nada- respondió Milucho ruborizado, bajando la mirada hacia el suelo.

Milucho tenía un aspecto tan singular que atraía indefectiblemente las miradas de todos los que pasaban junto a él, con excepción, claro está, de las de los que fueran excesivamente ensimismados. Y no era solamente porque le faltaba la pierna derecha desde la mitad del muslo, ni porque dejaba junto a él, bien visibles y haciendo un aspa, una pierna ortopédica de madera y una muleta, ni tampoco porque llevaba un cartel colgado al cuello que decía “Tengo 47 años y soy huérfano de padre y madre. Dadme algo para comer”. Lo que realmente llamaba la atención era su rostro. Tenía la cara tan estrecha que sólo un prodigio de la genética había podido incluir, en la reducidísima distancia que había entre sus orejas, los ojos, la nariz y la boca con los dientes. Sus conocidos le llamaban “Milucho Magallanes”, no se sabe si por su aspecto de “conquistador” o por lo “estrecho” que era su rostro. Vestía con andrajos, y ninguno de ellos estaba completo. Si a la bota le faltaba la lengüeta, los codos de su jersey jaspeado de cuello vuelto estaban agujereados. Y no es que no tuviera la posibilidad de  mejorar su indumentaria, es que ese era el uniforme de trabajo.

-Te arrearon…¿eh?- dijo Maruxa con una sonrisa maliciosa.

Ella aparentaba unos cuarenta años. Tenía la nariz aguileña, los ojos marrones, grandes y vivos, la tez muy pálida, y el pelo oscuro y ondulado. Solía pintarse los labios de un rojo muy intenso, y como sus dientes estaban amarillentos porque veían muy poca pasta dentífrica (¡hasta ésta se le daba mal!), había quienes le llamaban “Maruxa de España” y quienes la piropeaba maliciosamente diciéndole: “eres una mujer de bandera”. Se cubría la cabeza con un gorro de lana, calcetado con punto grueso, y sobre la ropa llevaba una gabardina con el cuello y los puños raídos, a la que ya no le quedaba ni un solo botón.

-Toma- dijo Milucho, tendiéndole su mano con un cucurucho de papel de periódico.

Maruxa introdujo su mano enfundada en un guante con las puntas cortadas a la altura de las falanginas y extrajo una castaña asada.

-¡Qué calentita!- comentó con entusiasmo, masticando la castaña con la boca abierta para dejar salir las bocanadas de aliento caliente y no quemarse la lengua.

Hasta principios de aquel verano, el coche de la organización  dejaba a Milucho todas las mañanas delante de una afamada pastelería,  con sus herramientas de trabajo: la prótesis, la muleta, el cartel y un paño de seda negro que extendía sobre la acera para las limosnas. Era de los que más recaudaban y el porcentaje que recibía de la organización le habría bastado para vivir holgadamente de no ser porque lo gastaba en el juego y en sus amoríos con Maruxa.

– Fue esta mañana… Llegaron dos hombres del clan de Ilía el Rumano, y me echaron de la acera de la pastelería. Al principio, intenté resistirme, pero eran dos y, además, enteros. Así que, tras un forcejeo en el que sólo recibí yo, no tuve más remedio que cederles la plaza- dijo Milucho apesadumbrado.

– Así, sin más, sin darte explicaciones…- fue diciendo Maruxa  pausadamente.

– Bueno, la verdad es que el pasado sábado me llevaron al campamento de Ilía. En el centro de las chabolas, estaba reunido el Consejo, formado por siete individuos de mediana edad que estaban sentados en sillas de plástico verde. Me dijeron que habían llegado a un acuerdo con la organización para hacerse con sus puestos de mendigar a cambio de una renta mensual. Me ofrecieron trabajar con ellos, pero las condiciones eran muy duras. Tenía que cambiar de puesto constantemente. “Movilidad laboral”, le llamaban ellos. Empezar a trabajar a las seis de la mañana, vendiendo un periódico en las estaciones del metro, y a partir de las diez, ponerme junto a un semáforo para pedir limosna con un bote de hojalata, andando de arriba abajo con la muleta y retorciéndome exageradamente para parecer más tullido de lo que soy.

– ¡Y no aceptaste, claro!

– Les dije que a las seis de la mañana tengo todavía coagulada la sangre y que no puedo moverme hasta bien pasadas las diez. Pero  lógicamente no lo creyeron. Me dijeron que con el alcohol que bebía a diario era imposible lo de la coagulación y que, además, no aceptaban trabajadores con horario reducido.

– ¡Así que rompisteis las negociaciones!.

– Si. Al salir de allí, fui a ver a los de la organización para que me dieran alguna solución. Me dijeron que el empuje del clan de los rumanos era tan fuerte que no habían podido resistir su presión. Les habían amenazado con que sus pobres estaban dispuestos a todo y que eran tantos que, si no aceptaban lo que les proponían, iba a estallar una verdadera lucha por copar los lugares de trabajo. Así que no les quedó más remedio que aceptar la propuesta a cambio de un retiro digno. Les pregunté si podían darme, al menos durante algún tiempo, un mínima parte de la renta que recibían de los rumanos. Pero me dijeron que tenían muchos gastos y que había que atender a otros que estaban peor que yo. Me sonó a disculpas y me fui decido a seguir en mi puesto de trabajo pasara lo que pasara.

– ¡Te está bien! Ya te dije que las mafias de inmigrantes ilegales acabarían con la organización, que lo mejor era buscarse uno mismo la vida, moviéndose por todas partes, en vez de ir siempre a un sitio fijo. Así, no le quitas la plaza a nadie y los lugares en los que no estén ellos, son tuyos.

– No existen lugares para nosotros. Jamás creí que el paro llegaría a los mendigos. Sólo nos quedan las casas de acogida y desconozco por cuanto tiempo.

Maruxa se levantó, sacudió la servilleta de cuadros blanquiazules, procurando que las migajas cayeran cerca de las palomas. Tiró las latas a la papelera y se fue caminando lentamente sin volver la cabeza hasta que Milucho la perdió de vista”.

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