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Blogs Puentes de Palabras por José Manuel Otero Lastres

Hojarasca

José Manuel Otero Lastres el

Publico mi segundo cuento, después de Ahros, escrito a primeros de 1982, en el que quise hacer un canto a la amistad.

 

Estaba acabando verano. En el jardín de una casa de campo, dos hojas de dos árboles contiguos habían trabado en poco tiempo una gran amistad. Una era una hoja de un joven roble. Ancha y profundamente lobulada. La otra era una hoja de pino. Estrecha y lineal. De un verde más oscuro y apagado.

Durante el día ambas hojas solían conversar animadamente. El calor, o los pájaros e insectos que se posaban en las ramas cercanas, servían de disculpa para iniciar sus amigables charlas. De vez en cuando, el viento soplaba suavemente y ellas se decían, alborozadas, que jugaban a columpiarse.

Un día la hoja de pino observó que el color de su amiga había perdido parte de su brillo.

-Debe ser un efecto de la luz -pensó.

Sorprendida, y un poco preocupada, decidió seguir hablando, como si nada hubiese ocurrido. Con gran ansiedad, esperó que amaneciese el nuevo día para comprobar si se trataba de un efecto pasajero. Al alba, vio desilusionada que el color de la otra hoja no había recuperado su acostumbrada intensidad.

Pasaron los días. Y el verde se fue convirtiendo en amarillo pálido, primero, y en dorado oscuro, después. Alarmada al darse cuenta de su cambio, la hoja de roble preguntó:

-¿Me estaré haciendo vieja?

-No lo sé -le contestó la hoja de pino-. Pero, yo te encuentro cada día más atractiva. ¿No has notado que al comienzo del otoño toda la gente alaba la belleza de tu árbol?

-Es verdad -respondió la hoja de roble-. Pero los hombres sólo lo piensan de los árboles. No reciben con el mismo entusiasmo el comienzo del otoño de sus vidas. Y, sin embargo… ¡es una etapa tan plena, tan bonita! Porque, si es cierto que el cuerpo del hombre otoñal acusa el paso del tiempo, no lo es menos que todos los sentidos y las facultades de su alma -¡justamente lo que no se ve!-llegan al grado óptimo de su desarrollo.

-Su falta de entusiasmo -dijo la hoja de pino­ se debe a que se les va acabando la vida.

-Eso parece. Pero, tú bien sabes que lo que aparenta ser el final de la vida, lo que los hombres llaman la muerte, sucede a cualquier edad. Y el hábito juvenil de no pensar en su proximidad,  de verla en la lejanía, no evita su implacable y, a veces, sorpresiva llegada. ¿Quién te puede asegurar a ti, tan verde, que una fuerte ráfaga de viento o la mano del hombre no va a arrancarte de la rama en la que tan fuerte y segura te sientes? Justamente por aquí, se descubre otra ventaja del hombre otoñal sobre el hombre joven. Porque el otoño de la vida te va preparando para aceptar la muerte.

A medida que avanzaba el otoño, la hoja de pino comenzó a ver que el joven roble empezaba a perder sus hojas. Y temió por su amiga. Aquellos días, habló nerviosa y atropelladamente con ella, procurando no desperdiciar ni un solo minuto.

Una mañana, miró para las ramas· del roble y vio que su amiga ya no estaba. Dirigió sus ojos hacia el suelo y la encontró posada sobre otras hojas. Quiso hablarle. Pero prefirió no enfrentarse con la aparente realidad. Desde aquella mañana, lo primero que hacía al despertar el día era observarla. Desde lo alto, parecía cada vez más seca y se había ido enrollando como si tuviera un fuerte dolor en el centro de su nervio principal.

Llegaron las lluvias. Y la tierra fue cubriendo poco a poco la hoja de roble, hasta hacerla desaparecer. Pasaron lentamente los meses. Y la hoja de pino, triste y callada, contemplaba el esquelético roble, reprochándole: ¡tan joven y sin una sola hoja en tus ramas! En sus horas de soledad de aquel largo e interminable invierno, la hoja de pino se alimentó de recuerdos. Y al recordar, al contrario de lo que sucede en la vida real, pudo elegir entre sus mejo­ res momentos.

Con la llegada de la primavera, los brotes del joven roble se fueron convirtiendo en verdes hojas. Con la esperanza de encontrar a su amiga, o que de ella le contaran, la hoja de pino hizo hasta mil preguntas a las nuevas y brillantes hojas del roble. Pero no obtuvo ninguna respuesta. Transcurrieron algunos años. Y las hojas que cada primavera brotaban de aquel roble seguían calladas, mudas.

Entre tanto, la vieja hoja de roble se había ido pudriendo y había acabado por mezclarse con la tierra. Un día, cayó una semilla de roble en la tierra abonada por la vieja hoja. Y la semilla, alimentada por aquella tierra, se fue convirtiendo en un joven árbol.

Como al comienzo de todas las primaveras, la hoja de pino, que aún no se había dado por vencida, intentó conversar con las nuevas hojas del roble. Y tampoco entonces obtuvo respuesta. Pero, cuando ya se iba a entregar, resignada, al inevitable recurso del recuerdo, oyó que una hoja del otro árbol, de aquel joven roble que había ido creciendo a su lado, le contestaba:

-Soy tu vieja amiga. Perdóname la tardanza.

Aquel verano las dos hojas vieron juntas cómo cada mañana, al recibir los primeros rayos de sol, la tierra mojada por el rocío parecía exhalar su aliento. Y nuevamente conversaron sobre el calor, los pájaros y el viento.

Una mañana, en pleno verano, apareció sin brillo la hoja de pino.

-Creo que me estoy muriendo -le dijo a su joven y vigorosa amiga. Pero,  aunque así sea, no me llores.

Volveré. Y si tú no estás, te esperaré. Porque de lo que sí estoy segura es de que la Naturaleza hará que nos sigamos viendo.

Una ligera brisa desprendió de su rama la vieja hoja de pino. Cuando iba cayendo, mecida por los suaves vaivenes del viento, le dijo:

-No te preocupes cuando se marchite tu juventud y acepta de buen grado el otoño de tu vida. Porque la esperanza, la amistad y la Naturaleza te harán tan fuerte y perdurable como el Tiempo.

 

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