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Blogs Puentes de Palabras por José Manuel Otero Lastres

El mago Veremundo y las aves migratorias

José Manuel Otero Lastres el

Lo habían intentado otros con anterioridad, pero todos habían fracasado rotundamente. Nadie había podido pacificar aquel país convulsionado. Mientras soñaba, la pequeña Izaskun, llamó al mago Veremundo y le pidió que salvara a aquella gente enloquecida, llena de odio o de tristeza, que habían robado el futuro a todos los niños de su edad.

El ilusionista aceptó porque había estado viajando allí con frecuencia durante los últimos cincuenta años y creía saber lo que ocurría. A primera vista, parecía un lugar como cualquier otro. Pero para alguien con tantas dotes de observación como él, no cabía ninguna duda de que sus habitantes se habían ido dividiendo desde mediados del pasado siglo en tres grupos perfectamente delimitados.

El primero estaba formado por los autodenominados “patriotas”, radicales muy violentos y de carácter primario. Eran sujetos sin la más mínima capacidad de análisis y, por lo mismo, muy fáciles de convencer para que se engancharan a la bandera de una utopía inventada. Les contaban, como a los niños, historias de héroes raciales y con pureza de sangre que combatían contra los invasores extranjeros que trataban en vano de someter aquella tierra sin par. Los había militantes activos y otros igual de manipulados pero que no pasaban de simples adláteres. Y todos ellos creían firmemente en que la tierra se dividía en dos partes, su patria en peligro y el resto.

El segundo estaba integrado mayoritariamente por gente venida de otras tierras –aunque también los había nacidos allí- que trataban de impedir que alguna vez triunfara la ilusoria y disparatada causa de los del primer grupo. Era, básicamente, gente de orden, y restaban importancia al hecho de haber nacido allí o en cualquier otro lugar invadido sucesivamente a lo largo de los siglos por otros pueblos que habían arribado a nuestra piel de toro. Eran personas, generalmente, de sangre mezclada y con la sabiduría que poseen los nacidos de mil leches. Había no pocos que si estaban allí, no era porque hubieran llegado atraídos por las excelencia de aquella tierra, sino porque aquél era el modo que tenían de ganarse la vida.

El tercero eran los nativos silenciosos y acobardados de aquel lugar rodeado de montañas. Aunque había algunos que se compadecían de las víctimas de los del primer grupo, una gran parte desempeñaba una doble función. De un lado, ensalzaban y hacían la vida lo más fácil posible a los del héroes fanatizados del primer grupo; y, de otro, presionaban y acosaban a los del segundo grupo, haciéndoles sentir que estaban de más en aquel lugar y que les convenía irse.

Después de meditar seriamente cómo podía devolver la convivencia pacífica a aquella tierra, el viejo mago Veremundo adoptó como punto de partida el de que el problema de fondo radicaba en la ignorante elementalidad de una gente que había vivido ensimismada, sin dejar de mirarse secularmente para el ombligo, y con las ventanas del saber y la curiosidad cerradas herméticamente para que no penetrara el aire de la libertad y el progreso.

Así que, llegado el día, Veremundo, invocando las fuerzas milagrosas que se pasean por la línea inalcanzable del horizonte, se concentró y con un chasquido de los dedos de la alzada mano derecha convirtió a todos los violentos y sus secuaces en bandadas de aves migratorias.

Desde entonces, tuvieron que pasar todos los inviernos en otras tierras y sus almas acabaron tostándose a la luz de otros saberes. Pasados los años, después de haberse abierto por necesidad a otras realidades, se quitaron su antiguo ropaje, tejido de ignorancia y dogmatismo, y ellos, y todos los cobardes que los apoyaban, pidieron perdón a los sorprendidos y hastiados integrantes del tercer grupo.

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