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Hoces del río Riaza: el solitario reino de la belleza castellana

Hoces del río Riaza: el solitario reino de la belleza castellana
J. F. Alonso el

En Montejo de la Vega de la Serrezuela suena un ruido impropio del entorno. Una Schnauzer mini negra y plata ladra asustada. En el centro de la calle, alguien mueve con pericia un coche teledirigido que brinca, suelta gasolina y derrapa sobre el cemento. Es un día de fiesta, pero en este pueblo de la provincia de Segovia no se ve un alma. Solo este “fórmula uno rural”, un alboroto extraño en el reino de la paz.

A un par de kilómetros de aquí comienza una de las rutas más bellas del centro de la península, las hoces del río Riaza, tan poco conocida como prueba esta llamativa soledad en medio del gran puente de diciembre. En casi cinco horas no veremos más de veinte personas. Un par de grupos de caminantes experimentados y una pareja que apura el paso, con prisas para llegar a quién sabe dónde, quizá a Maderuelo, que está a 8,5 km en línea recta.

En la primera parte del camino, el río discurre por un valle ancho que deja espacio a una amplia vega. Tres agricultores echan la mañana podando un pequeño viñedo. Y a la izquierda, esos cortados de postal que identifican la ruta, verticales, envueltos por la neblina y la escarcha de las primeras horas de la mañana. Las hoces del Riaza se han formado durante milenios por el efecto erosivo del agua sobre estas tierras. El resultado: una pared de unos ciento cincuenta metros de altura que escolta el cauce, y que se ha convertido en el hogar de cientos de parejas de buitres leonados.

Los buitres sobrevuelan toda la excursión, que puede prolongarse tanto como se quiera. Lo más habitual es llegar hasta las ruinas del convento e iglesia de San Martín del Casuar, en un entorno de sabinas, encinas y vegetación de ribera. Es un camino que exige una pequeña ascensión por una ladera y luego la correspondiente bajada hasta la iglesia destruida por las tropas francesas durante la Guerra de la Independencia. Se dice que su ensañamiento se debió a que creían que allí se escondía El Empecinado.

Un poco antes de la iglesia de San Martín del Casuar hay un refugio de caminantes en el que podemos parar a comer a la vuelta. Y un poco después, una senda en forma de túnel de árboles que lleva a una finca privada en la que se alza una casa de cuento. ¿Quién será el dueño de ese pequeño y solitario tesoro? Alrededor, los colores del otoño, la alfombra de hojas en el suelo, el vuelo plácido de los buitres. Son vagos, dice alguien que sabe. Pasan muchos días sin comer y planean para ahorrar energías.

Entre la idea y la vuelta a la zona de aparcamiento, con la correspondiente parada para comer, se invierten cuatro horas. Quien disponga de dos coches puede emprender el recorrido que lleva al pueblo amurallado de Maderuelo. Desde el embalse de Linares, que se ve al fondo del horizonte, hasta el arroyo del Casuar hay menos de diez kilómetros. A estas horas, ya ha levantado el día. Luce el sol en un cielo completamente azul. En los cortados, antes envueltos por la neblina, brillan ahora los tonos ocres. En Montejo de la Vega ya no queda ni rastro del coche teledirigido. El silencio de Castilla.

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