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Una gigantesca boca en la tierra también prueba que Teruel existe

J. F. Alonso el

Para llegar a Oliete (Teruel) hay que echarle voluntad. No está junto a la autopista. No pilla de camino a ninguna parte. Hay que tomar la decisión de ir, en la confianza de que las tres horas y media que separan este pueblo de Madrid, o de cualquier otro lugar, merecerán la pena. Una enorme brecha en la tierra, de 85 metros de diámetro y más de cien de profundidad, puede ser una buena recompensa…

Teruel es una provincia que necesita reafirmar su lugar en el mundo. Su clásico mensaje publicitario se grabó a fuego en nuestras mentes. Existe, sí. Y Oliete, próximo a pueblos más conocidos como Calanda o Híjar, existe desde hace mucho tiempo. Algunos de sus vecinos guardan como tesoros enormes ammonites (fósiles) hallados en las laderas entre las que se encajonan el pueblo y el río Martín.

En Oliete, las calles trepan o caen vertiginosas, subrayadas por cauces de agua. Y el paisaje, en muchos kilómetros a la redonda, es ocre, áspero, de una belleza difícil y austera, salvo en los márgenes del Martín, donde las choperas humedecen esa piel seca. Hay quien acude hasta aquí para ver unas interesantes excavaciones de dos o tres siglos antes de Cristo, o para practicar el motocross o el senderismo en los incontables paseos de los alrededores. Sin embargo, la mayoría de sus visitas tienen que ver con un fenómeno único: una enorme boca en la tierra, difícilmente olvidable.

La sima de San Pedro debió ser durante siglos un lugar inquietante, amenazador, un pozo sin fondo al que las piedras tardan varios segundos en llegar. Desde la pasarela hasta el fondo del lago hay unos 107 metros, lo que da idea de sus dimensiones, de su espectacularidad. Por su valor geológico, se la considera única en Europa. Y por sus condiciones, se la utiliza a menudo para realizar competiciones nacionales e internacionales de espeleología. Un descenso hasta su corazón es una de las aventuras más vertiginosas que aún podemos acometer.

La brecha está rodeada de materiales del jurásico, y da cobijo a unas veinticinco especies entre anfibios, reptiles, aves y mamíferos, entre ellas murciélagos, la chova piquirroja, la grajilla o el vencejo real. Al fondo del vértigo la vida se abre camino, bulle con una intensidad inimaginable desde lo alto del mirador.

El fondo de esta espectacular boca lo ocupa un lago de veintidós metros de altura y unos 560.000 m3 de agua. Los niños que se acercan hasta la pasarela/mirador prueban la caída con algún que otro guijarro y con el clásico grito del eco. Alrededor, silencio, el cielo azul, los riscos, escenarios solitarios perfectos para rodar un videoclip. En el pueblo, un par de bares, calles empinadas y estrechas para gastar una tarjeta de memoria en la cámara y también dos casas rurales, que, por supuesto, no tienen página web (Casa Araceli y El Huerto del Trucho). La N-II queda a hora y media. Da tanta pereza volver a los atascos de la civilización…

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