La cuarta ronda de consultas de Felipe VI tuvo claramente dos actos. Por la mañana, parecía que habíamos entrado en barrena. Albert Rivera presentó un plan A y B esquizofrénico para continuar con su «abstención técnica». Sugería a diestra y siniestra. Un Gobierno de concentración sin Rajoy o en minoría de Rajoy, que en ningún caso garantiza el desbloqueo político.
Pablo Iglesias lejos de aquella rueda de prensa de enero de 2016, en la que se presento rodeado de su guardia pretoriana, pidiendo vicepresidencia y cinco ministerios, cambió su prepotencia habitual por un tono serio. Y aunque en el fondo piense lo mismo, sabe que para «aprender a boxear como Mohammed Alí», el tono lo define todo. Ya no le brinda a Pedro Sánchez «la sonrisa del destino», sino que tiene «los oídos bien abiertos» para formar un Gobierno progresista o convertirse en el látigo de la oposición.
Sánchez estuvo hostil. Incómodo. Intentando organizar las preguntas de los periodistas como si fuera un árbitro sacando continuamente la tarjeta. No se movió del «no», pero tampoco negó la abstención. Dejo claro que era el tiempo de Rajoy y que el PSOE sería la «oposición útil», dando por hecho que el Partido Popular podría formar Gobierno, igual que ha conseguido la presidencia del Congreso.
La segunda parte empezó antes de las siete y media de la tarde. La pregunta en el aire era si Mariano Rajoy aceptaría presentarse a la investidura. Parecía que le dijo sí a Felipe VI, pero en diferido. Con tono sarcástico –«Yo también quiero anticipar el futuro»–, aceptando el encargo para intentar formar Gobierno, sin comprometerse a ir a la investidura, sin adelantar acontecimientos. Rajoy hizo de Rajoy y de José Mota. «Si hay que ir, se va, pero ir pá ná, es tontería».
Jugó con la ambigüedad, situando de nuevo la presión en Ciudadanos y el PSOE, inventándose una nueva forma de investidura, alejada del artículo 99 de la Constitución. Una investidura en diferido.
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