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No podemos olvidar

No podemos olvidar
Marisa Gallero el

Jalid, dos años, sirio, no tiene una foto de portada en ningún periódico, aunque es el primer refugiado que pierde su vida en el mar Egeo este 2016 que acaba de nacer. El fuerte oleaje estrelló su embarcación contra las rocas de la isla de Agathonisi y no pudo resistir cinco horas en las aguas heladas, hasta que los pescadores locales rescataron a las 35 personas que buscaban una vida mejor dentro de un bote neumático.

A estas alturas, también nos hemos olvidado del pequeño sirio de tres años que yacía boca abajo en la playa turca de Bodrum, Aylan Kurdi, tras resbalar de las manos de su padre al naufragar de noche intentando llegar a la isla griega de Kos, puerta de entrada de la Unión Europea.

O la de tantos refugiados sin nombres que ahogan sus vidas antes de conocer algo mejor que el frío y la desesperación. Cuando no te queda otra vía de escape que el desarraigo, emprender la huida sin saber si llegarás a un destino. Según el último informe de la Organización Internacional para las Migraciones, al menos 3.700 personas entregaron su último aliento intentando cruzar el Mediterráneo en el 2015.

El mismo día que hice la foto que acompaña esta columna, el pasado 30 de diciembre, en la que dos niños desnudos juegan despreocupados con su cubo rojo y las olas, ajenos de que para otros pequeños el mar sólo significa muerte, un bebé sirio de tan sólo seis meses dejaba de respirar en el centro de recepción de Kara Tope, en la isla griega de Lesbos.

Alguien, con razón, me llamo la atención por twitter: «¡Si no son sirios!». Sólo pude contestar con un «lo siento» y un recordatorio de que efectivamente: «No podemos olvidar». Ni la muerte de Jalid ni de Aylan, ni de tantos otros. Para calmar nuestras conciencias, el desinterés y el olvido, no puede ser sólo un consuelo elegir el término «refugiado» como la palabra del año y creer que ya hemos reconocido el problema de todos los que huyen de un conflicto en busca de un refugio.

Escribía Stefan Zweig en la inmensa «El mundo de ayer» (El Acantilado) de cómo era Europa antes de que existiera fronteras: «Antes de 1914 la Tierra era de todos. Todo el mundo iba adonde quería y permanecía allí el tiempo que quería […]. No existían salvoconductos ni visados; las mismas fronteras que hoy aduaneros, policías y gendarmes han convertido en una alambrada, a causa de la desconfianza patológica de todos hacia todos, no representaban más que líneas simbólicas que se cruzaban con la misma despreocupación que el meridiano de Greenwich».

Hoy que la desconfianza va mucho más allá y ha desaparecido la conmoción y la vergüenza europea por el drama de los refugiados, esperemos que no quede todo en una foto y en una palabra.

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