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Blogs La capilla de San Álvaro por Luis Miranda

Vanidad de vanidades

Luis Miranda el

Que nadie piense que la noticia de que la Junta de Gobierno de la hermandad de Jesús Nazareno de Aguilar de la Frontera quiere que el paso del Señor vaya a costaleros al estilo sevillano es poco relevante ni anecdótica. Con polémica o sin ella, la cofradía, y quizá toda la hermosa Semana Santa de esta localidad, se enfrenta a lo que puede terminar en un cambio de modelo, quizá a mudar su esencia tradicional y popular, basada en el arraigo, en la devoción y en aquello que pasa de padres a hijos, a otra cosa distinta en la que empiece a ganar sitio el espectáculo, en la que el protagonismo empiece a estar en cómo se mueve el paso en lugar de en la imagen que va encima.

En principio nadie se ciñe una faja ni se echa la tercera parte de su peso encima por la efímera fama de un vídeo, igual que nadie dejará de rezar al Señor por el cambio de la forma de andar. El problema es otro. Hasta ahora, Jesús Nazareno salía a la calle al alba del Viernes Santo y para moverse necesitaba tracción humana. Se encontró el sistema en la forma tradicional de casi todo el sur de la provincia de Córdoba: sobre un solo hombro, el más sencillo de todos, el mismo que cualquier parihuela. El costalero, que así se le dice aunque no lleve costal, es entonces un medio, un hermano que cumple con la función de trasladar el paso, y con él al Señor, de un lugar a otro.

También en Sevilla había que llevar los pasos por las calles y se generalizó otro modelo, igual de válido, con trabajaderas transversales cargando sobre las cervicales. Primero los llevaban cuadrillas de personas acostumbradas al trabajo físico que hacían su labor de forma profesional en el mejor sentido de la palabra, y luego a base de hermanos y devotos en algunas cofradías y de aficionados al deporte sacro en muchas de las demás, a las que sacan del apuro. En principio los dos eran lo mismo, pero no es difícil comprender que el que plantea un cambio no sólo piensa en el hecho de mover el paso, ya resuelto en el sistema actual, sino también en dar satisfacción a personas con querencia por el mundo del costal. Son los que quieren darse el gusto de ver a la imagen de más devoción de su pueblo andando de esa forma, los que quieren meterse ellos mismos debajo del paso por ser la forma que prefieren para llevar a las imágenes, y, en el caso de algunos, los que quieren ponerse un traje negro e improvisar letanías medio profanas antes de darle el último golpe al martillo.

Desde luego que habría quien se metiera bajo la trabajadera con devoción y con oraciones sinceras y sintiera en el corazón las plegarias de quienes le enseñaron a querer al Señor, pero casi todos temen más la cara B: el paso que empieza a destacarse por la forma de andar en lugar de por la belleza de la imagen que está entronizada, el capataz que asume el mando como un actor recitando un monólogo para pasar a la posteridad de Youtube y por supuesto el perfecto compás con la música como si las cornetas fuesen en realidad para los que van debajo. Se daría entonces una paradoja: los que ahora llevan al Señor, que van por fuera y a rostro descubierto, serían mucho más anónimos y humildes que los que tapan con los faldones y no enseñan la cara. Justo lo contrario de lo que dicen quienes defenderán el voto afirmativo en el cabildo general.

En 2006 pasé en Aguilar de la Frontera la mañana del Viernes Santo y conocí una Semana Santa arraigada y honda, de saetas de hombres que llevaban corbata negra y se santiguaban después de cantar, de largas filas de nazarenos, de oraciones que se bisbiseaban en las aceras. El Señor, bellísima imagen de la escuela granadina que movía al encuentro y a la devoción, recorría las calles con la lenta sobriedad de una forma de andar que no admite ni cambios ni más técnica que el acompasarse al pie izquierdo, porque lo importante era que estuviera en la calle, no cómo lo hiciera.

Años antes, en mi pueblo de Fernán Núñez, había llevado, también de esa forma, a Jesús Caído, y aprendí bajo sus varales, mirando los rostros de emoción de las gentes y la sencilla religiosidad con que elevaban los ojos, que el poco de esfuerzo que se pone de buena fe se vuelve ridículo si quiere darse algún mérito –«Vanidad de vanidades», está escrito- cuando El que va arriba puede tantísimo. Quizá ahí esté parte del secreto en estos años de misterios, cascos y plumas: el Nazareno de Aguilar, el de La Rambla, el Caído y tantísimas otras imágenes de los pueblos (y de Córdoba) no necesitan más que ponerse ante la mirada de un alma sensible para arañar el corazón. En su capilla, con costal, en parihuelas o a ruedas.

Liturgia de los días
Luis Miranda el

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