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Blogs La capilla de San Álvaro por Luis Miranda

La Casa de la Madre

Luis Miranda el

Hasta hacía pocos años, y con las honrosas excepciones que se quieran, en ciertos ámbitos que siempre tenían la última palabra, las imágenes sagradas debían dar un poco de vergüenza, ponerse entre paréntesis, rodearse de peros, tildarse de trozos de madera sin ánima, reliquias de un pasado que había que abandonar en un cajón y dejar que se apagase como esas velas vencidas por las muchas horas con las que volvían las cofradías del Via Crucis Magno.

Lo fácil es decir que la marea de confusión que sobrevino tras el Concilio Vaticano II atizó el fuego de quien pensaba que eso de encarnar en la madera el reflejo de Dios era una superstición antigua; llegaba un tiempo nuevo, aunque hacía ya algunos años que las iglesias se iban despojando de catequesis plástica y de símbolos para hablar nuevos lenguajes arquitectónicos que lo despojaban todo de lo que no fuera una mirada interior. Que podía estar bien en algunos casos, claro, pero no imponerse por todas partes.

Sí, parecía que los aires de renovación eran tan fuertes que tenían que barrer como un huracán cualquier muestra de religiosidad popular, y por eso muchas imágenes tenían que arrinconarse en capillas recónditas o en altares laterales, y las que ocupaban los presbiterios no era necesario que tuvieran una mínima decencia artística. Dios está presente sólo en la Eucaristía, pero el pueblo cristiano le ha rezado a través de las imágenes consagradas y bendecidas, regadas por las lágrimas y el consuelo de la devoción popular a lo largo de los siglos tantas veces. Pareció que hace no demasiados años estaba bien hacerlo, porque Dios pasó a ser una idea abstracta, como si Jesús nunca se hubiera encarnado, vivido, muerto y resucitado, y por lo tanto cualquier representación suya fuera sospechosa de ídolo herético y digna de un desdén a veces poco disimulado.Si encima las imágenes eran titulares de cofradías, relegarlas no sólo era posible, sino que estaba bien visto, y eso era motivo para alejarlas de los presbiterios y confinarlas para sus cultos solemnes en altares laterales, como si hubiera que evitar que se vieran. Lo que importaba era limpiar la doctrina de aquellas adherencias culturales que habían degenerado, y por eso las imágenes estorbaban para crear un concepto intelectualmente puro, teológicamente abstracto, de un Dios que no tenía más rostro que el de una idea. Aunque luego en el altar mayor hubiera un Crucifijo de dudoso gusto porque lo decían las normas.

El resultado fue una religiosidad contra natura, cerrada a la tradición de la tierra que sólo había que respetar cuando era más exótico, y que, lejos de perjudicar a las cofradías, las benefició porque el pueblo, siempre sabio, encontró en ellas los mismos caminos que le habían servido durante generaciones. Por eso desde hace unos cuantos años, después de un trabajo continuado y bien hecho, las imágenes vuelven, en Cuaresma y fuera de ella, a presidir las iglesias.

Quizá coincidiera en el tiempo con la insistencia en celebrar los sacramentos en la parroquia, porque con ella se entendía a la comunidad de fieles ante la que se recibe, inicia, confirma, casa y despide al cristiano. Si los templos no son sucursales sin alma del mismo Dios, sino lugares en que las personas tienen nombre en el pueblo cristiano, justo es decir que en el interior los fieles tienen que encontrar a las imágenes a las que rezaron siempre, porque las unen con sus antepasados y con quienes irán detrás de ellos.

Desde el mes pasado, la Virgen de la Merced preside de manera permanente la iglesia de San Antonio de Padua. Puede que sea tarde para algunos, pero llega después de muchos años de trabajo de su cofradía como brazo de la parroquia y cara del cristianismo entre el pueblo, en el día a día de su activa casa, en el septiembre que suena a su nombre y en la comunión colectiva del Lunes Santo. Sesenta años, casi, de la hermandad, y cerca de 40 para esta bellísima imagen de la Virgen, a la que rezan los feligreses de este templo y que identifican con el rostro de María.
La noticia no pueden dejar de aplaudirla los cofrades, porque parece que por fin alguien ha comprendido cómo esa forma de cariño especial que se llama devoción puede marcar a los feligreses y hasta mantenerlos, con el abono de la formación y la práctica constante, en una forma hermosa de vivir la fe y de encarnar a Dios y a la Virgen María en una imagen bendecida que no se puede comparar, por supuesto, que el Pan del Sacramento, pero que en su escala mucho más modesta lleva al mismo sitio. Si San Antonio de Padua es su iglesia, donde viven como cristianos, la Virgen de la Merced, no otra, es Aquella que les hace de testigo a sus avatares, alegrías y despedidas; así entenderán muchos que al verla en el altar mayor, entre el titular de la iglesia y San Rafael, en realidad entran a la Casa de la Madre.

Liturgia de los días
Luis Miranda el

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