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Qatar y la crisis del Golfo

Qatar y la crisis del Golfo
Jorge Cachinero el

 

“Reputación y generación de valor en el siglo XXI” (LIBRO) por Jorge Cachinero en libros.com

 

El pasado 5 de junio Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Bahréin y Egipto anunciaron -en pleno Ramadán- la ruptura de sus relaciones diplomáticas con Qatar y la imposición de un bloqueo comercial y de transporte a este país.

El 22 de junio, esos países, y otros cinco más, trasladaron 13 condiciones que Qatar debía cumplir en un plazo máximo de diez días, como si de un país ocupado se tratara.

Entre ellas destacaba “la ruptura de relaciones con organizaciones terroristas”, el cierre de la base militar de Turquía en Qatar y el cierre de la cadena de televisión Al-Jazeera.

Parece chocante que países del Próximo y del Medio Oriente utilicen diplomáticamente como “arma arrojadiza” el apoyo y la financiación del terrorismo o la posesión de canales internacionales de televisión como herramientas de diplomacia pública.

La mejor noticia desde entonces es que pasó el 2 de julio sin que se hayan cumplido las represalias prometidas, aunque los diplomáticos de Qatar tuvieran que abandonar en 48 horas -y el resto de sus ciudadanos, en 14 días- los países firmantes del ultimatum.

El tiempo transcurrido desde el 22 de junio y la desaparición de este asunto del foco de atención de la opinión pública mundial sólo puede interpretarse como augurio de una posible solución negociada a este conflicto, en la que Kuwait, las Naciones Unidas y la mayoría de las grandes potencias mundiales parecen estar trabajando discretamente.

El incidente, sin duda, es extraordinario y ha creado una situación sin precedentes en las relaciones políticas y diplomáticas en la zona. El Consejo de Cooperación del Golfo fue dejado completamente al margen de aquella decisión, de forma que la percepción internacional es la de que dicha organización ha podido certificar su defunción y ha perdido cualquier credibilidad como interlocutor en el futuro. Representantes del gobierno chino, por citar un caso, han calificado, en privado, la crisis de “sorprendente para nosotros porque creíamos que el Consejo General del Golfo era un bloque sólido”.

Las razones del desencadenamiento del incidente parecen ser múltiples y variadas.

En primer lugar, es evidente el deseo de Arabia Saudí de evitar que Qatar cuente con una política exterior propia, autónoma y sin su tutela.

Además, la casa de los Saud está en pleno proceso de transición interna, como puso de manifiesto el nombramiento, el pasado 21 de junio, de Mohamed Bin Salman -conocido como MBS-, el joven y, relativamente, inexperto, pero, muy ambicioso, hijo del actual rey, como heredero oficial al trono frente a la opción que representaba el sobrino de éste, Mohamed Bin Nayef (conocido como MBN), quien lo era hasta entonces.

Es posible que MBS crea contar con el apoyo incondicional del presidente de los Estados Unidos (EE.UU.) y que él y el régimen saudí hayan malinterpretado algunas señales, torpes, sin duda, que trasladó Trump a sus anfitriones durante su visita oficial a Riyadh del pasado mes de mayo -especialmente, en lo que hizo a su presidencia de una muy peculiar cumbre antiterrorista allí celebrada- como una “luz verde” para llevar adelante su agresión a Qatar.

Sin embargo, creer que la formulación de la política exterior de los EE.UU. es factor sólo de la figura del presidente de la nación es un error, por mucho que deba ser recordado el que el gobierno de Qatar denegó en su día a Trump la utilización de su nombre-franquicia para hacer negocios en el emirato.

Los departamentos de Defensa y de Estado de los EE.UU. son stakeholders críticos en ese proceso de definición de la política exterior estadounidense y muy especialmente en el Próximo Oriente: los 10,000 soldados estadounidenses estacionados en Qatar -un contingente mayor que todo el ejército qatarí- hacen de su base la más grande que los EE.UU. tienen en la región y las maniobras militares estadounidenses-qataríes son la norma, como sucedió semanas inmediatamente después del incidente de junio.

Por otra parte, el apoyo de Qatar a la primavera árabe no ha sido olvidado por Arabia Saudí, quien está necesitado, también, de que su población no tenga muy presente los 10,000 muertos que el gobierno saudí y el de los emiratos han tenido en el conflicto civil de Yemen en el que tan directamente siguen implicados.

Queda por despejar la inquietud de quienes piensan que, con este movimiento, los saudíes están anticipando y preparando el terreno para una intervención militar estadounidense contra Irán para la que Qatar, orilla occidental del Golfo Pérsico –al que los iraníes consideran “un mar interno persa”-, sería sólo un obstáculo.

La percepción desde Irán es que la zona más rica de la Península Arábiga está enfrente de Irán -al otro lado de ese “mar persa”, es decir, en Qatar- y está poblada de chiíes.

Los iraníes están, también, imbuidos de la convicción de que la diferencia fundamental entre Irán y Arabia Saudí reside en lo legendario de la civilización persa.

Al final, la relación entre Arabia Saudí e Irán es como una enfermedad incurable, de la que, en el mejor de los casos, sólo puede esperarse que sus síntomas sean tratados.

Por otra parte, la comunidad internacional debería concentrarse en desactivar un conflicto como el actual, que, económicamente, le perjudicará y en evitar que el Golfo pueda implosionar. A ello, parece que está dedicada en estos momentos.

 

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