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Todo el mundo quiere hablar sobre Trump, incluido Trump

Todo el mundo quiere hablar sobre Trump, incluido Trump
Jorge Cachinero el

“Reputación y generación de valor en el siglo XXI” (LIBRO) por Jorge Cachinero en libros.com

Donald Trump es el 45º presidente de los Estados Unidos (EE.UU.) porque Hillary Clinton era el peor contendiente posible, porque Trump fue un cisne negro que sorprendió a todo el establishment del país y porque su base electoral no se alimentaba exclusivamente de votantes blancos, sin educación universitaria, de clase obrera y de la América profunda, es decir, de los peyorativamente calificados como rednecks.

Analizar al presidente Trump es un ejercicio precipitado dado que, todavía, no están marcadas con claridad las líneas maestras de muchas de sus políticas, pero, sobre todo, porque su caracterología hace de él un moving target para cualquier análisis que, por prudencia o por desconocimiento, no quiera adentrarse en el terreno de la psicología.

En lo que se refiere a la política exterior de los EE.UU., no se puede hablar, por el momento, de una Doctrina Trump perfectamente definida.

Lo que sí se transparenta es que el presidente tiene una visión hobbesiana del mundo, muy nacionalista, económicamente proteccionista y no, necesariamente, aislacionista.

Además, el presidente Trump muestra una desconfianza profunda hacia el establishment de la política exterior estadounidense, que, irónicamente, pareció terminar por albergar su predecesor, el presidente Obama, como éste puso de manifiesto en las entrevistas que le realizó la revista mensual The Atlantic, publicadas en abril de 2016, bajo el título “The Obama Doctrine”, meses antes de culminar su segundo periodo como presidente.

En esto, por lo menos, el presidente Trump es un continuador, a su pesar, de una línea de pensamiento trazada anteriormente por el presidente Obama.

Sin embargo, la pulsión más profunda que late en la aproximación del presidente Trump a la política exterior de los EE.UU. es su carácter como empresario y su experiencia de negociación y de transacción de acuerdos comerciales y de negocio.

El presidente Trump desarrolló su trayectoria empresarial en la construcción y en el sector inmobiliario por lo que ésta se forjó de forma diferente a las de aquellos que han desarrollado sus carreras en la industria, en las finanzas o en los servicios, cuya misión más crítica es la de defender intereses de grandes corporaciones mediante la creación, la protección y el engrandecimiento de sus marcas corporativas.

Curiosamente, al final, Trump terminó por convertirse en una marca en sí mismo.

Para Trump, la transacción y el acuerdo son centrales a la forma en la que ve a otros -individuos, instituciones o naciones- y, sorprendentemente, no está prestando mucha atención en algunas de sus decisiones a aquellos que provienen del sector privado y, más específicamente, del comercio -véase la cancelación del Trans-Pacific Partnership (TPP)- o del medioambiente -véase el anuncio de la salida de los EE.UU. del Acuerdo de París-.

No debería llamar la atención, entonces, la falta de visiones compartidas dentro de la comunidad de negocios de los EE.UU. sobre la política exterior del presidente Trump.

En los rubros del comercio y de la economía, el presidente Trump parece adoptar una aproximación reduccionista del mundo, de suma cero y carente de un entendimiento holístico y sistemático de las corrientes profundas, y sus orígenes, que lo mueven.

En lo que se refiere a la relación transatlántica, el presidente Trump mostró la verdadera naturaleza de su carácter durante las reuniones que ha tenido, hasta ahora, con los principales aliados europeos en las que ha hecho un despliegue de desplantes, de descortesías y de declaraciones sorprendentes.

Por citar un ejemplo relevante, el pasado mes de mayo, durante la primera reunión de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) a la que Trump asistía, el presidente evitó hacer mención pública del artículo 5 del Tratado, es decir, el que consagra el principio de defensa colectiva entre todos sus miembros y que es la piedra angular del mismo, a pesar de que sus asesores habían incluido en su discurso dicha referencia, y sí insistió, obsesivamente, sobre el necesario esfuerzo compartido que debían hacer los aliados en la defensa común a través del incremento del gasto de defensa hasta llegar al objetivo del 2% del Producto Interior Bruto (PIB) de cada país.

Hace unos días, Trump corrigió, parcialmente, este error con su discurso en Varsovia, previo a la reunión del G20 en Hamburgo, aunque cometió otros de nuevo cuño como sus referencias, incorrectas, sobre las responsabilidades de la Shoah en Polonia.

Mientras el universo narciso y de capacidad de atención limitada de las redes sociales sigue al detalle los giros, las vueltas y los exabruptos de la saga de algunos de los personajes que viven y que trabajan en la Casa Blanca, la aristocracia del pensamiento medita sobre los dos retos del futuro para los EE.UU. y, por ende, para el mundo.

La gran incertidumbre que deja tras de sí, de forma más inmediata, la forma de actuar del presidente Trump durante estos meses es la de imaginar cuál sería su comportamiento frente una crisis realmente seria, ya fuera nuclear o de otro tipo.

Por encima de esta duda sobrevuela la incógnita de cuál será el futuro del “orden liberal internacional”, como se ha conocido hasta ahora, mientras crece la preocupación por el daño -iniciado con el presidente George W. Bush- que se vaya a infligir a la reputación de los EE.UU. en el mundo después de una presidencia, corta o larga, de Donald Trump

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