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La inagotable queja feminista

La inagotable queja feminista
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Hay algo contradictorio en las feministas: los logros que consiguen no las tranquilizan, sino que aumentan su reivindicación.
Hablo en tercera persona, ¿pero por qué no en primera? ¿Por qué no logros que “conseguimos”?
Si lo miramos cínicamente, la “revolución” sexual o de costumbres no sería tanto revolución como concesión (ahí están los consejos de administración, a salvo); si lo miramos con cariño y otros más sinceridad, la revolución es una co-liberación. Todo lo que logran las mujeres lo logramos también nosotros. Cambian tanto ellas como los hombres. Cambian y al hacerlo cambiamos nosotros.
Pero esa contradicción de ver exacerbarse su rabia cuando los logros son tan evidentes la intentó explicar Pascal Bruckner en un pasaje de su “La tentación de la inocencia”, un libro de los 90. “Esa rabia es menos fruto de un retroceso que de un progreso”. La mujer ha conseguido “liberarse”. Ya es libre. Y ese estado de individualidad y autonomía es, según el francés, angustioso, decepcionante. “Realizarse” pone a la mujer frente a un nuevo horizonte, tan complejo e insatisfactorio como apasionante: los hijos, el trabajo, la vida personal, la sentimentalidad…
El feminismo estaría aun en el lenguaje de la insurrección y de la liberación cuando su estado ya es otro. “Sus conquistas empequeñecen o debilitan el retrato catastrofista que trazan muchas feministas”. Ese lenguaje procedería, por ejemplo, en países musulmanes, pero no en occidente. ¿Y por qué siguen con un lenguaje victimista y reivindicativo cuando ya son libres y autónomas?
Una explicación es que el nuevo estadio de “haber llegado” es incómodo. Es más divertido liberarse que estar liberadas. Es más cómodo quejarse porque quejarse pone en posición de deuda, de cobrar una deuda, y no de responsabilidad.
La vertiente más sectaria del feminismo quiere para sí las dos cosas: la libertad y el estatuto narcisista de la víctima. La igualdad y la discriminación. Hay otra tercera, más tristemente material: el feminismo sirve ya de lobby, de grupo de presión para apoderarse de espacios, de rentas, de privilegios (lo vemos en España, donde el feminismo es ya una cucaña política y periodística).

Pero esa denuncia que hacía Bruckner y que podemos entender tan bien, se acompaña de un reconocimiento de lo conseguido, un logro que alcanza también al hombre, liberado en parte del rol macho. El feminismo llegó para quedarse, debemos asumirlo, y además es necesario en tanto visión crítica.
Supongo que lo que Bruckner pedía era un discurso de la madurez. Hombres y mujeres, modificados ya nuestros roles, lo que tradicionalmente era ser hombre y mujer, nos enfrentamos a algo más dinámico y confuso, a algo complejo y muchas veces insatisfactorio, pero la tentación no puede ser la de los extremos. La identidad tradicional, el regreso a ella, es una opción, pero ya no se puede abandonar lo conseguido. Sinceramente, ¿podemos volver atrás?
Irse al otro extremo y considerar que hombre y mujer son meras construcciones culturales tampoco es deseable. Lo necesario quizás sea darse cuenta de que estamos en algún lugar entre ambas cosas: la identidad biológica del sexo y la tradición cultural que la acompaña no serían una “cárcel”, sino la base, el punto de partida, o un puente para ir o no hacia otro lugar. Esa tarea común, ese reto o ese miedo son compartidos por hombre y mujer. Igual que se comparte la zozobra ante la libertad sexual.
La igualdad de hombre y mujer no nos haría tanto iguales como comunes, compartidos. Personas que empiezan a enfrentarse a problemas similares.
Esta posición intermedia abre en los dos sexos un estado maravillosamente complejo de igualdad-distinta, de idéntica diferencia. No somos iguales, nos enfrentamos a lo mismo.

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