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Un año de populismo

Un año de populismo
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Se cumple un año de Trump, es decir, un año de populismo. Ha sido sorprendente que en este tiempo no haya habido en España un intento mayor de comprender el populismo como fenómeno, considerando que hay bastante acuerdo en que responde a un déficit democrático, a situaciones concretas en las que el sistema falla o deja de responder.
En el Reino Unido, el Brexit puede ser caricaturizado como el voto hooligan de clases ignorantes, o puede entenderse como una recuperación de soberanía a una instancia nacional, es decir, más democrática.
Tanto allí como en Estados Unidos, el auge populista responde y toma la forma de una preocupación sobre la identidad y las fronteras. Había un debate político que los partidos conservadores no satisfacían. Se ha interpretado como pura xenofobia, ¿pero y si solo fuera el deseo de tener el control, de recuperar el control?
Pero no es solo eso. Había insatisfacciones detectadas, sobre todo económicas. En Estados Unidos, un buen indicador era el coste del automóvil, encarecido por la inflación reguladora de inspiración medioambiental. El poder adquisitivo en términos automovilísticos había bajado. ¿Cómo respondería el trabajador a un indicador tan sensible? Trump lo percibió.
Y había dos cuestiones de tipo democrático: las crecientes y expansivas agencias burocráticas del gobierno americano (de todos los gobiernos) desarrollan una legislación paralela que ocupa en lugar del legislativo. ¿Quién decide? En lugar de los representantes, deciden los técnicos, los expertos, los burócratas.
Este “hurto” de soberanía se produce también y sobre todo con los tratados internacionales que se adoptan con fuerza de obligación sin pasar por las cámaras. Estos fueron pecados de Obama denunciados por la sensibilidad republicana: el cosmopolitismo y la burocratización como huidas del poder legislativo, es decir, de los legítimos representantes del pueblo.
Esa regulación de tipo internacional, junto al peso de una corrección política en sentido único, alejaba la decisión del ciudadano.
Estas cuestiones no se han comentado mucho aquí. Más bien nada. Pero permiten interpretar el populismo como una reacción democrática, como una respetuosa corrección de desviaciones democráticas.
Por otro lado, si el discurso contras las élites es una parte de la definición de populismo, otra es que se dirige a las clases populares, al obrero, al trabajador y su situación. Se ha hablado muy poco de la naturaleza económica, fundamentalmente económica del populismo de Trump. Nacionalismo económico. Una doctrina o propensión que no nace solo de un recelo antielitista como de diagnósticos casi compartidos por todo el mundo: el peso de multinacionales e inversores en las decisiones económicas mundiales y en la regulación internacional acabó afectando al trabajo respecto al capital. Primando el segundo sobre el primero. Las políticas deflacionarias de los Bancos Centrales, y Europa es el ejemplo, empujaron hacia abajo el crecimiento. El empleo se ha visto universalmente afectado.
¿Cómo puede reaccionar el ciudadano que ha perdido o está a punto de perder el empleo?
Leía hace unos días un artículo de Buruma explicando que en Japón no haya habido un auge populista como el anglosajón. Una razón era el trato al trabajo, el respeto al trabajo, incluso al ineficiente, el respeto da su importancia cultural para garantizar el “orgullo” personal y un “sentido comunitario”.
Las infinitas expresiones de Trump han merecido páginas y páginas indignadas de la prensa, salvo cuando casi shakesperianamente repetía “Jobs, Jobs, Jobs”. Trabajo, trabajo, trabajo. Puestos de trabajo. De esos e ha hablado poco o nada.
El populismo de Trump no se va a medir tanto en kilómetros de muro como en empleos: no perdidos, o empleos recuperados. Y cierto tipo de empleos. Los que están dentro de los flujos económicos globalizados no tienen problema, son los otros los importantes. ¿Qué hacer ante lo ineficiente? ¿Cómo responder a las capas ineficientes de la población?
Por eso, el demonizado populismo, visto desde otro lado, visto con una lente más amable, puede ser considerado también como una respuesta (o nuevo pacto) que supere lo puramente neoliberal en economía, y como una corrección de anomalías democráticas en materia política. Es decir, una recuperación democrática de la soberanía, una matización de los efectos del neoliberalismo, e incluso una ampliación de la agenda sobre el discurso cultural de la corrección política.
Populismo (anglosajón) es pleamar democrática, auge democrático, desbordamiento democrátio. Y los famosos contrapesos, los checks and balances, no están llamados a controlarlos. Están llamdos a controlarlos, a contenerlos, para luego distribuirlos y encauzarlos. El sistema no se opone al populismo, como una presa o un dique lo controla y lo retiene, pero para su distribución y canalización posterior. Los analistas se dejan esa segunda parte.
¿Y si nos atrevemos a verlo así? Trump sería solo más democracia. Un maremoto de democracia que el sistema encauzará, no lo contrario. No una amenaza al sistema que el sistema detendrá.
Volviendo a lo anterior. El populismo podría caracterizarse así como una preocupación mayor por el trabajo, como más democracia y como una respuesta a algo que parece una guerra cultural (tercer escenario, visible en los campus y en los medios).
Hablo, claro, del populismo anglosajón.
A España le incumbe todo. ¿Por qué no se discute? La Unión Europea –de democratismo como mínimo cuestionable– absorbe parte de su soberanía, y el régimen de partidos introduce serias dudas sobre la decisión. Quién la toma y cómo y con qué controles. Asuntos como el rescate bancario lo ejemplifican. Demonizar el populismo anglosajón significa alejar a España de los debates y de las corrientes democratizadoras universales.

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