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Dunkerque

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Aun sin entender de cine, o quizás por ello, “Dunkirk” o “Dunkerque” resulta una película especial.
El inicio deja una sensación de entretenimiento puro y a la vez de algo profundo. La representación de la playa y la multitud de soldados a la espera tiene algo importante. No sé si la palabra trascendente es “demasiada” palabra, pero en eso se piensa. Hileras ordenadas de personas esperando a la orilla del mar bajo la amenaza ominosa del enemigo.
No se dice Alemania, se dice “el enemigo”. No salen sus rostros. Al final aparecen dos sombras. Hay algo abstracto en ello.
Ese inicio parece muy de Nolan, parece lo “especial” de la película. La música, que siempre nos parece un poco tramposa, tiene ritmo de tic tac y contribuye al desasosiego, pero es esa multitud inicial entre el cielo y la tierra, a la espera de algo (multitudes en el absurdo de Godot o ante un finisterre metafísico), parecen cumplir con una de las funciones de la guerra. La guerra enseña el justo valor de una vida, que es muy poco. Vidas sin sentido, miserables, minúsculas. Hombres como insectos. Somos insignificantes, y el moderno estilo de vida, lleno de falsas seguridades y bienestar, lo falsea todo. La guerra del film (grandiosa, elemental, accidental también) enseña lo que es la muerte, la descubre. No le hace falta al director enseñar vísceras ni forzar el patetismo. Hay algo pictórico, como de Brueghel, en esas formaciones humanas a la espera, fundiéndose con la bruma. Cuando las bombas deshacen la hilera, se vuelven a formar a un ritmo casi natural, obstinado y débil.
Ese tramo es realmente sorprendente. ¿Es habitual algo así en el cine bélico? No hay un personaje heroico, una individualidad que se apodere de nosotros. Se van sumando héroes a una epopeya nacional. Pero sí hay dos personajes de órbita mayor. Uno es el de Fionn Whitehead, el otro el de Tom Hardy. Uno va de Dunkerque hasta Inglaterra; el otro hace el camino inverso. Uno por mar, el otro por aire. Uno llega al corazón del hogar, el otro al enemigo. Y se vienen a cruzar en un momento que enciende el clímax de la película. Se inicia entonces una sinfonía de corte distinto (sonará otra cosa además de ese tic tac). Ya no hay el temor general, unánime a la muerte, la amenaza, sino otra cosa. Ese final (no voy a reventar mucho por si algún lector -lector heroico, llegados a este punto- quisiese verla) es de tipo clásico. Lo hemos visto más veces. Es verdad que la arquitectura, el engranaje de tramas o de trayectorias que se cruzan y engarzan unas a otras es de un virtuosismo sorprendente, pero el final pulsa teclas que ya conocemos.
Creo que esta película tiene un punto notable de nacionalismo, en su sentido más leve, anglosajón. Noble, comprometido, cívico, pero particularista. Profundiza en la retirada como un episodio mítico. No se realiza un estudio del héroe. Es el pueblo el héroe. La sobrecogedora imagen de las embarcaciones civiles llegando (mejores que el Séptimo de Caballería), los viejos impasibles con el chubasquero, perfiles como chaucerianos. Algo antiguo, mudo, figuras eternas que además interpreta el vigía shakesperiano que es Kenneth Branagh. Al borde de un espigón, último hombre y primer inglés al cuidado de la civilización.
El héroe no es Tom Hardy, casi anónimo, sin rostro, impersonal. Es el pueblo inglés. “Take me Home”. El hogar. Los acantilados, Dorset, Dover. La idea de frontera no es necesaria. Son esas puertas naturales, mitificadas hasta separar la muerte de la vida. La seguridad. El hogar es la salvación, es garantía de vida y ha de preservarse así.
“Defender nuestra isla”. Churchill y su extraordinario discurso suenan al final (con un bonito guiño al periódico de papel, periódico al que se acude con una sed humanísima de información). La población civil enseña al soldado la importancia de la derrota. Ahí han ganado la guerra, nos viene a decir. El pueblo enseña al ejército, no al revés. Pero hay más. En 2017, Churchill adquiere una categoría casi artúrica. Mito nacional que se renueva. Hay ahora un Churchill de Brian Cox de evidentes tintes patriótico-nacionalistas. Otro muy pronto que hará Gary Oldman. Y vimos la serie televisiva hace poco.
En el repliegue-victoria de Dunkerque, tal y como está narrado, la isla tiene una dimensión no meramente territorial. No es un espacio sin más. Es algo que merece la pena defender con la vida. “I see your point, son”, dice el señor que lleva su barquito al soldado que quiere regresar (Cillian Murphy, con su rostro de equívocos morales y ambigua debilidad). Y continúa. Su hijo, rubio, hermoso, bueno, valiente, encarna virtudes innumerables. Rescata a otro piloto, rubio también, patricio, que interpreta algo así como una “inglesidad” perfecta. “Good afternoon”, le dice cuando es rescatado de la muerte. Flema, un carácter deportivo, un arrojo desapasionado y sin patetismo, una virilidad pulida y cívica. Una entereza moral, sobria. Pocas veces hemos visto una representación tan pura de lo británico ideal como en esos dos personajes (quizás secundarios). Con humor cabría estirarlos hasta un Bond. Nolan hace Bonds realistas y rubísimos.
La película tenía un punto de Powell y Pressburger, más hondo incluso, sin humor y con un sentido más oscuro del acecho y la amenaza.
En el repliegue se vuelve a la Isla, que no es solo el hogar. Es el hogar del que tiene miedo y regresa, pero en la dirección opuesta (del rescate, desde Inglaterra) adquiere otro sentido. Lo que les espera no es el hogar, es una nación encendida. Una vibración. Las Islas Británicas vistas también como reducto último de civilización, como salvaguarda. Hay una gota de “excepcionalismo”.
La película enseña sin decirlo algo del atlantismo inglés, y deja una sensación quizás vaga, pero real, de su particularidad, de su naturaleza característica, no conquistable. No es la primera vez que en las islas (incluso en las mismísimas Hébridas) se siente palpitar la resistencia de una forma de ser.
¿Cómo habrán visto la película los franceses? Hay líneas de solidaridad, pero matizadas. El inglés cuida del francés (Branagh), pero no es lo mismo. Nosotros, ingleses primero. No hay ni una imagen del sufrimiento francés en el otro lado.
Esa insularidad, la idiosincrasia nacional, no puede relacionarse directamente con el Brexit (sería un poco burdo), pero tampoco dejar de hacerlo.
¿Qué valores toca este cine? No se va a morir por una línea de becas, ni por la Seguridad Social, ni por una organización burocrática supranacional. La película analiza con nueva sofisticación un mito nacional, pero acaba rendida a él fordianamente, clásicamente. La modernidad de Nolan cae rendida ante la estilización nacionalista de un episodio histórico esculpido como mito.
Es inevitable pensar en esta película, junto a las de Churchil que vienen, como un mínimo espasmo nacionalista (en el sentido anglosajón suave).
Algo parecido sentí el año pasado viendo las de Clint Eastwod (Amrican Sniper, Sully), Mel Gibson o esas últimas que protagonizó Mark Wahlberg. Compartían, además de cierto tono documental, el tributo a personajes reales y un encendido sentido de comunidad. Un sentimentalismo comunitario y casi político.
Me parece imposible no pensar en que este cine es algo así como un momento nacionalista. Me pregunto si cierto cine no necesita, en tanto espectáculo masivo o popular, indagar necesariamente en algo así.
Al salir de la sala observaba a los espectadores. Algunos tenían un aspecto ultramoderno y contestatario. Pensé en qué emociones les habría producido una película así. Ese “nosotros” inglés, con su homenaje a la bravura nacional.
Pensé en los Brexiters. En su rápida identificacion (quizás algo falaz y esquemática) con la película, y pensé en los otros. En los “remainers”, o en parte de ellos. En esos episodios colectivo-chuchillianos (Churchill como bardo) hay algo esencial que permite un mito nacional moderno. ¿Qué otra cosa puede hacerlo? ¿Cómo despertar aun esas emociones orgullosas alrededor de otra cosa que no sea un “hogar” o un “nosotros”?

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