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Ana Diosdado

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Al morir hoy Ana Diosdado me he acordado mucho de Anillos de Oro. La volví a ver hace un par de años y me gustó aún más. Coincidió con una entrevista en la tele y vi la percha perfecta para dedicarle una columna. Me doy cuenta de que tenía ya esa cosa mortífera y bastante horrorosa del recuerdo y la nostalgia. La cuelgo aquí:

Jordi González entrevistó a Ana Diosdado. Esto pasa bastante en Telecinco, donde la adoran y con ella se hacen perdonar. Cada minuto de Ana Diosdado redime mil horas de Mila Ximénez. Es como un padrenuestro catódico, con su feminismo sereno y monjil. En la entrevista exhibió esa lúcida mansedumbre cívica, esa tranquilidad tan suya y dio lugar a un posible broche final de El Gran Debate: Isabel Durán tarareando la sintonía de «Anillos de Oro». Sólo le falto cogerse de la mano de Rahola (que iba en kimono) y tararear juntas, como niñas, esa música devastadora que en cierto modo es himno de la «Transición Sentimental». Contagiado del tarareo, este humilde cronista pasó el domingo entero viendo la serie, llorando como si mataran a Chanquete en cada episodio. Porque cada uno es como los «Puentes de Madison».
Amaremos siempre el breve encuentro con Ana Marzoa, los ojos de Rodero cuando le dedica el libro a Carme Elias, la serenidad de marido de Elorriaga (esa familia fueron como los Cosby/Huxtable nuestros, aprendizaje de razonamiento familiar). Y jamás estuvo tan bien Imanol Arias, con un punto de entereza irónica que luego perdió para convertirse en sí mismo.
¿No resultaría imposible ver a Rodero en una serie actual? Sería como meter a Cánovas del Castillo en UPyD. No es que fuera mejor, es que era más alto. La capacidad dramática enseña al espectador su propia emoción. Le pone frente a sí.
Ana Diosdado es mejor que David Simon, y «Anillos de Oro» alcanza el logro realista del arte español: capturar Madrid. Los últimos cafés, los últimos alquilados de Colmena, la constelación de cosas del 1983. Tiene el hambre de amor española y la finura del aire de Madrid, la belleza serrana de su invierno.
Son trece estudios sobre un amor de dimensiones finitas.
Leíamos a Sontag tremebundeces como que el matrimonio es sórdida cacería en pareja cuando teníamos a la Diosdado contándonos con la emoción intacta, pero trascendida ya de nostalgia, de tiempo, la belleza y seriedad del divorcio. La hermosura mayor de lo que admite final. Que biografía es pareja («¿Qué es compañía?») y que cada amor merece la libertad de su propia historia.

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