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¡A exhumar!

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La insistencia en el hallazgo cervantino tiene un lado curioso. Madrid, su sitio, se dice. A mí el recargar la importancia del Madrid histórico, o incluso arqueológico, y las imágenes del osario me recuerdan inmediatamente a Dámaso y el millón de cadáveres. Pisamos muertos. Ese existencialismo apagado, tristón español, de señor mustio que pasea por el Parque de las Avenidas. El Madrid osario, tumba, me abruma. Manuel de la Fuente, en las páginas de Cultura de hoy en ABC ha repasado, por ejemplo, las tumbas “culturales”.
Hay algo delicioso en no ir al libro sino a la tumba.
Visitemos tumbas de escritores. Esto me recuerda, a su vez, a los entierros de Suárez y Lola Flores. ¿Y si Madrid saliese a la calle a ver la tumba de Cervantes?
Esta fosilización de la cultura sigue a de los santos. Hace poco se hablaba de Santa Teresa, que está entre medias. Un hueso aquí, un fémur allá, un cráneo acullá.
EL escritor, el hombre de cultura, como nuevo santo. El dedo incorrupto de San Nepomuceno… ¡el meñique de Gala algún día!
A mí estas fosilizaciones de lo vivo me dan unas ganas enormes de profanar. El cansino cervantismo se siente como el peso de toda la cultura oficializada. Si había algo peor que esas lecturas del día del libro, esas lecturas enlazadas del Quijote, ese maratón quijotesco insoportable, si había algo peor que eso (¡imaginen cuando los “multipartiti” sean los lectores!) era esta renovación descalcificada del quijotismo.
Ayer, en el telediario acabaron poniendo el Quijote en voz de … ¡Pepe Sacristán! Vi claro que se trataba de, ya que teníamos el cuerpo, dar una adecuada voz a Cervantes. La voz elegida era la de Pepe Sacristán, ¡nada menos que la de Pepe Sacristán! Era imposible no verlo como una apropiación de Cervantes por esta época, pero no por una apropiación adecuada, inteligente,sino mostrenca: los huesos de Cervantes, la voz de Cervantes, la adoración de Cervantes organizada e imparable.
Esto llega a su paroxismo con la apropiación política del escritor, que viene de lejos, y luego con (novedad) el proyecto de explotación comercial del mismo. Esto lo decía Reverte: “Ese barrio en Londres, ay lo que sería…”. Pues sí. Pero Reverte es un ejemplo. Reverte todo lo basa en el Quijote, todo lo reduce al Quijote, todo lo lleva al Qujote, es este quijotismo tartarinesco convertido en académico.
El ideal llega. “Ya se frotan los locales del barrio”, se lee. Cervantes convertido en una ruta de tapas. Convertido en tapas. Esto es sublime.
España, ¡país de un solo libro! Además, en la literalidad del libro. Un nuevo culto español, patriótico, con el narcisismo pestilente reparado en el Quijote. Porque tiene resonancias de grandeza histórica, de centralidad, de imperio y ese castellano enredado que ya no habla nadie, salvo quizás Juan Manuel de Prada cuando se pone putinesco. Cervantes halaga lo peor del español, lo peor del español. Sin duda. Pero es absolutamente conocido que El Quijote no se ha leído y sobre todo no se ha leído como un libro más. Se lee la obra como se visita una catedral.

¿Y cómo se cita? Con punto y seguido. En un lugar de la Mancha… Les falta poner “Y bla, bla, bla”. ¡Porque no lo ha leído nadie!

No, estamos haretos de la losa del Quijote que ha bloqueado el acceso a la lectura de tanto niño español.

¿Pero qué gusta exactamente del Quijote si no queda nada cervantino?

Cuando voy a escribir en el periódico, la plantilla sobre la que he de verter mi minucia es… sí, el Quijote. Así he sustituido el miedo al folio en blanco por el miedo al Qijote.

La serie “El Ministerio del Tiempo”, como se ha quejado con lucidez algún periodista catalán, es totalmente política, subliminalmente política, eso sí. ¿Y qué ha sido esto sino un precioso ministerio del Tiempo? “Hemos encontrado a Cervantes explorando gruta abajo”. ¿Qué caldo quieren hacer con esos huesos? No son huesos de hombre, son huesos de Gloria Nacional.

¡Y la que dieron con Blas de Lezo!

En el osario cervantino es donde desearía yo que se iniciara el renacimiento marianingio. Allí, allí, con Pérez Reverte de faro pedagógico. Hay que leer el Quijote, pero no una vez, no, muchas, tantas como edades. El español debería leer el Quijote y uego ya si eso, lo demás. La lectura del Quijote tendrá un efecto balsámico sobre el español. Descubrirá su ser histórico y se hará bueno, revertianamente bueno, y hombre de acción, con la gracia y la cultura posando sobre él cual pajarillo espiritul. Claro que sí. ¿Por qué no leemos el Quijote más? Si es nuestra Biblia.

Y no se piense que estoy del lado de esa parte de la izquierda que se ha puesto fina ante la exhibición de huesos. Ni pensarlo. Ellos están mohínos porque no les ha tocado, imaginen la que montarían con los huesos de Lorca…

No, no, ni con una con una España ni con la otra. Y nada de terceras Españas, ¿qué es eso? ¿Rivera tapándose el Macondo? Ninguna España. ¡Con esta gente, con los conciudadanos, ni a heredar! Aunque fuera patrimonio cultural.
¿Qué harían los del ISIS aquí? ¡Profanar a Cervantes! Lo primero.
El Ministerio debería exhumar a los escritores. Sacar las osamentas. Imaginen la tibia de Camba, ¡el colodrillo de Camba! Todos los hipsters procesionando musitando en silencio: articulismo, articulismo, articulismo…
Y con Cervantes debería hacerse como con las Iglesias, claro que sí. ¿No hay siempre una vela ardiendo, el espíritu eternizado? Pues la lectura del Quijote debería ser perenne. Que siempre hubiese alguien leyendo el Quijote, encadenando uno tras otro. Que Víctor Manuel, Sabina, Cospedal, los ciudadanos de Madrid, los turistas cuturales, que Jorge Javier, que Alaska (¡y Mario!), que ser alguien en España supusiera entrar en esa lectura constante que no acabara nunca.
Que el Quijote sea el libro que no cesa. Un culto vivo.

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