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Elogio de un funcionario

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A su alrededor, una extraña mezcla de mobiliario. Sillones con tapizado de los años setenta, evocadores de una ilusoria funcionalidad. Planos de un mundo anterior a internet cuelgan de las paredes. Humildes sillas de madera, lapiceros que se cayeron de la oreja de algún preboste franquista y que parecen pedir papel de estraza. Y una ergonomía para jorobados. Parecen objetos arramblados por un aluvión de aburrimiento. Por la mesa, en los anaqueles, un desorden de papeles, cajas, archivos improvisados, códigos que remiten a expedientes que ya no podría encontrar. Y sin embargo, las cosas han ido saliendo. Un Estado perfecto sería el que desarrollase un sistema homogéneo de archivos, piensa. Si sale de su despacho y recorre el camino del pasillo encuentra obras a medio terminar, diseños para una mejor organización. La habitual tensión entre la arbitrariedad y alguna forma de decisión colectiva tomando cuerpo en la chapuza, delicada forma de arte hispano ¿Cuánto dinero han supuesto sus esfuerzos? ¿Han significado algo? Secretamente lleva una lista del dinero que ha ahorrado a la Administración, como una sisa que le hiciera al Caos. Esa contabilidad ha llegado a ser su orgullo. Recuerda la bienvenida del primer bedel, borracho desde las ocho de la mañana, con un cornetín, una gorra de policía y una historia de contracronista. Un político aullaba sobre una silla. Tantas caras después reclamando papeles, dineros, tierras, derechos antiquísimos, realidades sin registro. Y sin embargo, en todas ellas puede recordar una señal de respeto. El ciudadano mezclado con el administrado, como una realidad decaída del súbdito, acatando algo superior. Y entre ambos, el intermedio de la Ley, observada con más temor y reverencia por él mismo, que pensaba en los jueces como en el Dios de su infancia. “Manque de droit, manque de droit, manque de procedure…” esas palabras se las repetía en la cabeza como si fueran un verso francés cuando pasaba las horas ante expedientes hechos de polvo, de los que aún disfrutó como de las viejas novelas, reconstruyendo una historia, acaso un territorio. El respeto a algo más grande, común, abstracto, hecho de potestades y honores quizás determinara su carácter, una forma de metódico escrúpulo en la resolución de absurdos ajenos con la premiosa demora de caligrafista chino, que fue siempre la cualidad que prefirió en los trabajadores.

Ahora ladra un perro. Gritan los niños. Por la ventana oscurecen los árboles frutales. La hierbabuena se siente con ilicitud. Cada vez que se fue, la sensualidad de la vida le asaltó como una dulce ansiedad. Las viejas dependencias las cerrará otra vez, villas rurales parecen, pobladas por barbudos fantasmas de papel. Signos de tinta en los dedos, púrpuras relieves en los viejos sellos. Ha estado trabajando para quién: Para la resolución recta de las cosas bajo el imperio de un orden civilizado, se dice. Un Estado lejano, metropolitano. El cordial entendimiento de las personas. El descanso de los hechos en el papel timbrado.

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