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Blogs Salsa de chiles por Carlos Maribona

El Celler de Can Roca, lo mejor de 2014

El Celler de Can Roca, lo mejor de 2014
Carlos Maribona el

A modo de resumen de un gran año gastronómico me van a permitir que me centre en la que ha sido la mejor comida entre muchas excelentes que he podido disfrutar este 2014 que termina mañana. Tiempo habrá en los próximos días para hacer una lista de los mejores platos del año, o para volver a repasar los 25 mejores de Madrid, o las barras más importantes. Hoy quiero rendir un homenaje a toda la gran familia gastronómica española centrándome en el restaurante que para mi sigue siendo el número uno de cuantos conozco: EL CELLER DE CAN ROCA. Ese sitio mágico para el que, como ya escribía el año pasado, se me han agotado todos los adjetivos a lo largo de más de una década. Visito decenas de restaurantes al cabo del año, muchos de ellos de altísimo nivel, pero en ninguno disfruto tanto desde que cruzo la puerta hasta el momento de la despedida. En cada ocasión con una nueva vuelta de tuerca hacia la perfección total. Cocina, sala y bodega puestas al servicio de la completa satisfacción del cliente. Y lo logran con creces. En esta última visita fueron en total seis horas de disfrute en esa casa, incluyendo una larga sobremesa con los tres hermanos Roca.

El Celler es de esos sitios en los que hay que intentar olvidarse de las fotos de los platos, de las notas en una libreta, de todas esas circunstancias que a unos por obligación y a otros por exhibición nos condicionan tanto las comidas o cenas distrayéndonos de lo que de verdad es importante: disfrutar de la comida, de la bebida y del servicio de ambas. Dejémonos ya de tonterías y vayamos a lo importante. Precisamente había anotado estos días una frase de Joan Roca publicada en la web de Apicius: “Hace mucho que decidí ir a los restaurantes a disfrutar, no a analizar”. Las obligaciones de mi profesión me impiden aplicar la misma filosofía, aunque no niego que más de una vez he pensado que eso es lo que tendría que hacer. Sin embargo, en esta cena en El Celler decidí seguir los consejos del cocinero. Por eso me van a perdonar que no sea tan exhaustivo como otras veces en la descripción de los platos, en los detalles que los rodean. En contra de mi costumbre no tomé ni una sola nota. Y si tengo fotos de los platos es porque mi compañero de mesa se tomó la molestia de hacerlas. Mis impresiones de la cena son generales, fruto nada más de la frágil memoria (y del menú impreso que me entregaron al final) y no de anotaciones de ningún tipo. Y así se las quiero transmitir en este post.

Vuelta al mundo

El larguísimo menú que tomamos estuvo compuesto por ocho aperitivos (algunos de ellos múltiples), catorce platos y tres postres. Un menú que es a la vez global y local (pero no localista), que reserva espacios para la memoria familiar, para las hierbas y otros productos del entorno y que este año incorpora numerosos platos y guiños que surgen de la provechosa gira que este verano hizo todo el equipo del restaurante por diversos países de América. De ese tour surgió un fructífero intercambio que ahora se plasma en elaboraciones de allá revisadas aquí: un grandioso ceviche de erizo, la versión de la cochinita pibil, el helado de maíz en tres gustos, el huitlacoche que consiguen de un agricultor local que hasta ahora lo tiraba, el mole de algarroba que acompaña a la liebre, los suspiros limeños en los postres…

Memorias de un bar

Los dos primeros platos del menú son toda una declaración de intenciones. Primero esa combinación ya habitual en los últimos años de bocaditos de distintos lugares del mundo que han visitado: de Colombia una canasta de cacahuetes, café, coco y lima; de Turquía, una tartaleta de hoja de parra con puré de lentejas, berenjena y especias; de China, las verduras encurtidas; de Texas, el buñuelo barbacoa, y de Corea, la panceta con salsa de soja y kimchi. Los sabores de cinco países concentrados en un mínimo bocado. Y de lo global a lo local. Lo que parece un plato se despliega ante el comensal y deja ver una maqueta del bar familiar de los Roca. Con las fotos de dos jovencísimos Joan y Pitu tras la barra, y la de Jordi entre las nubes. Escenario para otra serie de bocaditos mínimos que reflejan la memoria de una época: calamares a la romana, riñones al jerez, tortilla de patata y cebolla, pan con tomate… Elaboraciones técnicamente impecables, pequeñas píldoras con todo el sabor concentrado.

Consomé de piñones

Hay más aperitivos. El ya tradicional olivo con sus aceitunas caramelizadas; un gazpacho de aceitunas negras y anchoa; la caballa marinada; el crujiente de maíz y cochinillo; el coral, con dos cucharillas a cual mejor: parmentier de pulpitos y escabeche de percebes al albariño; el sutil brioche de trufa, hoja de higuera y eucalipto; el bombón de trufa. Cada bocado diferente, sabroso, impecable.

Los platos son técnicamente irreprochables, cargados de sabor y de matices, sin que en ningún momento se descuide la presentación. Lo vemos en el consomé de piñones, de enorme atractivo visual, que da paso a un magnífico ceviche de erizos, con la leche de tigre en forma de lámina solidificada sobre el erizo (foto que encabeza el post). La tarta comtessa que fue un fijo del menú se presenta ahora como un helado de maíz en tres gustos: fermentado, huitlacoche y cocido. Quizá, puestos a ser exigentes, el plato más flojo de sabor, aunque no de técnica ni de inquietud por descubrir nuevos elementos.

Gamba con vinagre

Seguimos: la alfombra de castañas a la brasa con anguila ahumada, aligerada con yuzu, y la velouté de trufa al riesling dan paso a la etapa marina del menú. Etapa que se abre nada menos que con la gamba con vinagre. De cuantas versiones han hecho los Roca con gambas rojas, que han sido muchas, esta es sin duda la mejor. El cuerpo marinado en vinagre de arroz. Debajo, el jugo de la cabeza, las patas crujientes y una velouté de gamba. Fantástica. A la altura las angulas con kimchi, una original y sabrosa forma de presentar estos alevines de lujo en la mesa. Luego la ostra con salsa de anémona, pura intensidad marina, y la delicada raya confitada con aceite de mostaza. Termina el bloque con un mar y montaña que juega con el trampantojo. La piel de una sardina cubre una lámina de papada como si fuera su cuerpo. Se completa con un caldo de las espinas del pescado a la brasa y una salsa de cochinillo y aceite de perifollo. La elegancia de lo popular.

Liebre con mole de algarroba

Y las carnes. Sobresaliente el jarrete de ternera, con tuétano y tendones. Aún estando tan bueno lo eclipsaron los dos platos de caza con que se cerró nuestro menú en su parte salada. He escrito muchas veces, y vuelvo a repetirlo, que Joan Roca es si no el mejor uno de los mejores cocineros a la hora de tratar la caza. La liebre con mole de algarroba, madroño y gamba debería estar en cualquier top de platos cinegéticos del año. Impresionante. Pero si a la liebre le sigue una becada…  La copa con el consomé, los higaditos, la pechuga y la cabeza. Todo perfecto. Todo pensado para ese disfrute máximo del que les hablaba al principio. Me gusta ir cada año a finales del otoño a El Celler porque sé que va a haber caza. Y desde luego no me perdería por nada del mundo los platos que Joan elabora con ella.

Suspiro limeño

Punto y aparte para los postres, que en casa de los Roca tienen vida y dimensión propia. Jordi sigue en estado de gracia. Dos de los tres del menú ya los había probado en aquella memorable cena a seis manos que tuve la suerte de disfrutar en Azurmendi a cargo de Eneko Atxa, Ángel León y el propio Jordi Roca. El cromatismo naranja, de gran complejidad en la elaboración, muy visual, y el verdaderamente espectacular  “anarkia” de chocolate, o cómo sacarle el máximo partido a este producto en tantas elaboraciones y texturas diferentes. Excelente también la reinterpretación del suspiro limeño, una muestra más de la magia de un gran repostero.

Tercer capítulo. La bodega. Lo mejor es dejarse llevar por Pitu Roca a un mundo de sensaciones. Acompañamientos líquidos para cada plato que en ocasiones incluso roban el protagonismo a lo sólido. Tragos largos en determinados momentos, en otros pequeños sorbos de alguna rareza de las muchas que se guardan en esa excepcional bodega. En total diecisiete vinos diferentes cuya enumeración les voy a evitar. Ya tienen bastante con el exhibicionismo que tan de moda está ahora en algunas redes sociales como Twitter. Sí les diré que entre grandes vinos del mundo, con ligero predominio de los franceses, no faltó la representación española, sobre todo de manzanillas y jereces. Precisamente un par de días antes de la cena coincidí con Pitu Roca en Sanlúcar de Barrameda en la celebración de los cincuenta años de la D. O. Manzanilla. Él es un enamorado de estos vinos y no quiso perderse esa conmemoración. Curioso, y resultón, un cóctel servido con el ceviche a base de Tío Pepe en rama y pisco Inquebrantable.

Grandes, muy grandes, los hermanos Roca y todo su equipo. Ellos resumen mejor que nadie un magnífico año para la gastronomía española. Ojalá el que entra sea, al menos, tan bueno como ha sido este. FELIZ 2015 PARA TODOS.

P. D. Recuerden que estamos en Twitter: @salsadechiles

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