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Blogs French 75 por Salvador Sostres

Manifestarse es un fracaso

Salvador Sostres el

Y como siempre ayer las feministas insultaron a la mujer rebajándola al más chabacano folclore callejero. Soy padre de una niña de seis años y pensaré que he fracasado si algún día la veo confundida en la sórdida muchedumbre que ayer vi desparramarse por las calles de mi ciudad.

Cualquier manifestación es un fracaso. Es muy triste no tener nada mejor que hacer que ir a manifestarse, sea por lo que sea. Es hacer un uso inadecuado de tu tiempo, de tu inteligencia, de cualquier sentido estético que uno pueda tener y por supuesto de la calle, que es intolerable que sea sistemáticamente cortada, tomando de rehenes a los ciudadanos que nos dirigimos al restaurante, volvemos a casa o simplemente paseamos.

No hay nada bueno que uno aprenda manifestándose. Las mujeres, como los hombres, necesitan mejorar, y se mejora estudiando, trabajando, cuidando de tu familia o almorzando en los grandes restaurantes. Nunca he visto a nadie que mejorara manifestándose. No he visto nunca que las manifestaciones cambiaran el mundo. Los independentistas, que llevan cinco años creyendo que a golpe de demostración van a romper España, se dividen ya en dos grupos: los de Estremera y los de Bruselas.

En las manifestaciones sólo he visto a personas equivocadas, normalmente poco aseadas, que no tenían ni el talento ni el deseo de hacer nada mejor en aquel momento, y yo pienso y digo que ha de ser muy triste tu vida si algún día llegas a la conclusión que lo mejor que puedes hacer aquella tarde es ir a manifestarte.

La culpa de lo que nos pasa no es de los hombres ni de las mujeres. Ni de los negros ni de los blancos. Ni del profesor que te tiene manía, de los empresarios, ni de tus padres. Cada cual individualmente es responsable de su vida. Mi abuela fue una muy notable empresaria que creó su pequeño imperio de la nada en los años sesenta. Antes hizo las Américas, y aprendió el valor de los diamantes trabajando con un joyero judío en Venezuela. Nadie le discutió nada.

Nunca fue a ninguna manifestación pero trabajó como una bestia. Su lema era que el estrés es la enfermedad de la gente que no quiere trabajar. De los sindicatos excuso escribir lo que pensaba. Detestaba a las feministas y bromeaba lamentando “el par de cojones que se ha perdido la Humanidad haciéndome mujer”. Se casó, se divorció, tuvo amantes. Y me decía. “Sí, Salvador, yo he tenido fulanos. Pero a las ocho de la mañana siempre he estado aquí para subir la persiana”.

Las manifestaciones son para perdedores. Para derrotados. Manifestarse es un asunto desgraciado. Las manifestaciones son la crónica de todo lo que pudo ser pero salió mal. Se gana trabajando, se gana con la calidad, compitiendo con inteligencia, con perseverancia, con sentido del deber. Lo demás es morralla que no merece flotar, retórica de los derechos, carne amontonada para desfilar.

Quejarse nunca es el camino y menos maqueada de mamarracha. La vulgaridad nunca es la solución y si su exhibicionismo no te ofende es ridículo que apeles a tu dignidad porque tú misma la has arrasado. Las cuotas son un insulto, y si te hacen falta, la brecha no es tu salario, eres tú.

Ayer el feminismo, como siempre, folclorizó a la mujer, como el Orgullo folcloriza a los homosexuales y las cenefas del 11 de septiembre folclorizan a los independentistas, que ya todo el mundo puede ver dónde han ido a parar. Hasta que las mujeres no entiendan que el feminismo, tal como está planteado, es un tanque contra todas sus esperanzas, continuarán siendo esclavas de un fanatismo estéril que sólo busca mantener vivo su dolor para vivir de él a través de subvenciones públicas, tertulias, observadores varios y organismos oficiales. ¡Qué negocio tan boyante! Su única condición es que tú continúes amargada, para que las que te crean el problema puedan cobrar haciendo la pantomima de ser las salvadoras que vienen a rescatrate.

Si mi hija algún día piensa que la solución a sus problemas pasa por bajar a gritar a la calle, habré fracasado como padre. El alboroto de ayer fue la más deprimente y resentida antología del desespero. Mi hija vio a unas energúmenas con los pechos al aire pintados de lila y para que se le pasara el susto -oye, es que daban miedo- la llevé a cenar a Via Veneto.

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