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Blogs French 75 por Salvador Sostres

Dalsy

Salvador Sostres el

Muchos días echo de menos a mi hija mientras está en el colegio. Sé que no es lo que se espera de un padre centrado, pero no puedo evitarlo. Yo no “hago de padre” ni soy padre por horas. Yo soy padre con todo mi ser y todas las horas del día me vinculan a mi hija. Soy pesado y soy cursi, lo admito. Y no me da ningún apuro.

Su colegio, que fue el mío, está al lado de mi club, y cada mañana cuando acabo mi intervención donde Herrera, y tras nadar mis piscinas, paso por delante de la escuela y tengo siempre la tentación de subir a abrazarla y a darle un beso. Normalmente consigo pasar de largo, porque no me parece serio. Pero ayer como me tocaba tertulia y no pude llevarla como cada día al colegio, tuve más ganas que de costumbre, y por no parecerles a mis profesores incluso más raro que cuando estudiaba, pensé en inventarme una excusa.

De modo que deshice el camino, bajé a la farmacia de la calle Calatrava a comprar un frasco de Dalsy, y aprovechando que el miércoles se hizo un chichón jugando en el patio, pensé que a nadie podría extrañarle que pasara a darle el jarabe porque se nos había olvidado ponérselo en la mochila. La idea era buena y me disimulaba, pero mi esposa es farmacéutica y me advierte siempre de los riesgos de la sobremedicación. Yo me sobremedico y prefiero las farmacias a las pastelerías, pero me pareció mal perjudicar por mi capricho a la niña.

Así que volví a entrar en el club, me encerré en el baño de señoras, donde de todos modos nunca entra nadie porque gracias a Dios es un club masculino, vacié el pote de Dalsy en la pica y lo lavé todo lo bien que supe. Luego le pedí a Rafa, nuestro barman más atento, que me preparara un zumo de naranja, que tiene el mismo color que el medicamento, y con el dosificador que viene en la caja rellené el pote para poder hacer el paripé de darle el Dalsy sin perjudicarla y sin que nadie notara que todo aquello sólo era un montaje para tener a mi hija unos segundos entre mis brazos.

Con mi argucia y mi alegría, me dirigí veloz hacia el colegio, llamé a la puerta del aula, interrumpí a la maestra, Maria salió disparada a abrazarme, la besé como si no hubiera mañana, y cuando al fin la dejé en el suelo, volvió juiciosa a su asiento; y yo me marché por donde había venido, sin dar explicación ninguna, pletórico como el primer padre del mundo. En la puerta del edificio de “los mayores” me encontré a Carme Arrese, mi adorable profesora de Literatura, y su sonrisa inolvidable me pareció tan hermosa como la de nuestros lejanos días. Yo nunca he visto que a nadie le quedara tan bien una camiseta blanca y unos blue jeans. Y botas, siempre botas.

Soy padre y escribo, y aquel fue mi colegio y es el de mi hija. Mi querida señorita Carme conserva intacto su encanto y en sus clases el Quijote sigue entrando en Barcelona por la misma época cada año.

De camino hacia Via Veneto me bebí el zumo del Dalsy, feliz de una felicidad que recorrió toda mi vida como todo el cuerpo recorre un escalofrío; y cuando entré pedí Cristal, también sin excusa, porque no tenemos nada asegurado ni estoy seguro que morirnos sea lo peor que puede pasarnos.

Fui al baño -siempre al de los tullidos, que es el más confortable- y en el pasillo me encontré e insulté a uno de los críticos gastronómicos de La Vanguardia. Hacía tiempo que quería decírselo: Miquel, ets un burro! Luego Ignacio pidió los gintónics. Carcajadas.

Celebremos mientras podamos que la vida es extraordinaria.

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