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Rousseff, la popularidad y el populismo

Federico Ysart el
Presidentas más distintas que distantes

Para algunos políticos la popularidad es como el norte que atrae la aguja imantada de la veleta. Todo por la adhesión del pueblo. Lo llaman populismo, filosofía de la que no acostumbran a germinar buenos frutos. Mientras dura la euforia de las promesas y el llamado pueblo se regocija por el aparente éxito de sus reclamos, todo parece de colores. Lo negro llega a la hora de pagar las cuentas; que se lo cuenten a los argentinos después de medio siglo de peronismo, ahora kirchnerismo; o a los venezolanos de la década chavista, o a las víctimas cubanas del castrismo, etc.

La historia está llena de ejemplos similares. El populismo no es una ideología, es una mera forma de gobernar que llega a prender tanto entre izquierdistas como entre conservadores. La aureola de rebeldía con que se adorna sea del signo que sea, que también las involuciones pueden ser revolucionarias, suele terminar sofocada por los nuevos intereses creados. Así ha sido desde la Grecia clásica, y es que muy pocas cosas de las que nos pasan se le escaparon a Aristóteles. Un excelente artículo de Enrique Krauze en sus Letras Libres define magistralmente los contornos del populismo, elemento común en los ADN de bolivarianos y del tea party, o de duras dictaduras como las comunistas y las fascistas florecidas en el pasado siglo.

En fin, sin llegar a tanto la presidenta brasileña nada entre las aguas revueltas por los violentos conflictos en curso tratando de prerservar su popularidad. Es lo propio de su Partido de los Trabajadores, la izquierda brasileña capaz de gobernar desde los tiempos de su mentor Lula con la derecha parlamentaria con tal de no permitir el acceso al poder de la socialdemocracia del expresidente Fernando H. Cardoso, Serra o ahora Aécio Neves.

Como si acabara de aterrizar en el gobierno del que lleva formando parte diez años, tres de ellos como presidenta, Dilma Rousseff se mostró de acuerdo desde el primer día con quienes se levantaron contra la corrupción gubernamental y partidaria, el despilfarro de los fastos deportivos y los veinticinco ministerios, la subida de precios, la caída del crecimiento y el largo etcétera que puede caber entre la realidad y la imagen que da al exterior una eterna gran potencia que no acaba de dejar atrás el tercer mundo. Cierto es que ella ha sido la primera en arrojar por la borda hasta una tercera parte de los ministros y barones que heredó de Lula, pero de ahí a hacer la ola con los indignados tal vez haya un largo trecho.

Y ahora, tras reunirse con los comandos y gobernadores federados, lanza su solución. No va a enviar al Congreso un proyecto de reforma política, no; simplemente hará un referéndum para saber si el pueblo quiere convocar una asamblea constituyente. Ella sólo decide que el pueblo decida, tras de confesar que las calles le han dicho que sea el ciudadano quien esté en primer lugar, y no el poder económico.

La renuncia a tomar su responsabilidad entregando al pueblo la manija de la decisión del cambio no es lo esperado de una persona de probada dureza y aparente seguridad, como es su caso. Más bien parece acusar el respeto que siente por las oscilaciones de los índices de su aceptación y popularidad, pese a gozar de niveles superiores al 60%, o el crecimiento de la desaprobación, que afecta ya al 25% de la población. Ese aparecer por encima del bien y del mal, como la chilena Bachelet cultivó durante su fallido mandato, es el oxígeno que precisa el populista para acallar la irritación de los marginados y poder seguir satisfaciendo a los poderes económicos sin los que no hay vida en el mundo de hoy. Bien lo saben los líderes de los países emergentes.

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