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Texto inaugural del simposio “El verdadero tesoro de Indias: galeones y arqueología”

Texto inaugural del simposio “El verdadero tesoro de Indias: galeones y arqueología”
Jesús García Calero el

Llegar hasta una hermosa mañana del mes de julio como esta, en la que hemos podido convocar a numerosas personas interesadas en la historia que todos compartimos puede parecer extrañamente sencillo pero, si se mira bien, ha sido algo nada fácil de lograr.

Lo que aquí nos une es la conciencia, y también un deseo de ejercitar la memoria fuera de los parámetros de una nación, porque somos de muchas naciones, impulsados por el deseo de conocer mejor algunos capítulos de un libro que comenzó a ser escrito hace tres, cuatro o cinco siglos, y estaba inacabado. Está por escribir. O mejor dicho, un libro que estamos contribuyendo a terminar de escribir entre todos. Como aquel poeta inglés que murió tan joven, lo mejor de la historia global de España, y subrayo lo de global, había quedado en el tiempo con nombres escritos sobre el agua.

Y muchos quedaron sumergidos. Cientos, miles de barcos. Decenas, cientos de miles de nombres, de personas de toda condición. Nobles y humildes, criollos y chapetones, indios y marineros rubietes, grumetes y chavales, españoles de entonces y extranjeros de entonces, borrachos pendencieros, piratas que sabían cruzar el mundo y disciplinados marinos matemáticos que sabían leer las estrellas. Valientes y no tan valientes. 

Cuántas y cuántas veces se hundieron todos juntos, bajo el huracán ensordecedor, en mitad de una batalla estruendosa, en segundos o en semanas, mientras trataban de evitarlo con maniobras de toda naturaleza, pero acabaron sin poder hacer nada por hurtarse a su propio destino, salvo rezar, cada uno a su Dios… Y se ahogaron, los hombres igual que las mujeres y los niños, los ricos, los pobres y los cañones, con la boca colmada de agua salada, cayendo a plomo desde la superficie hacia el silencio y la negrura de un mar que algún día, tal vez, y ¡de pronto! como dijo García Lorca en un poema, recuerda el nombre de todos sus ahogados. 

Durante cuatro siglos, cayeron desde la superficie cientos, miles de barcos de vela naufragados, formando entre todos una lluvia extraña hacia el fondo del mar. Y el lecho marino los ha cubierto de limo, y encerrado como mensajes, como libros en una cápsula de tiempo que si cae en las manos adecuadas podremos volver a leer. Eso ya lo sabemos. Estamos aquí hoy con quienes pueden leerlo.

Hace 11 años en España hubo un expolio del que algunos aprendimos importantes lecciones. Que movilizó una conciencia adormecida de que en el mar, o más bien bajo el mar, estaban algunas claves importantes de lo que somos, unas claves que son ese libro que alguien estaba borrando furtivamente, que corrían el peligro de desaparecer, de ser manipuladas, fundidas o vendidas en nombre de otras cosas que nada tienen que ver con la historia, con el amor a la historia, con el conocimiento de lo que somos, o incluso que conforman una mentira o una leyenda que nos quieren endosar.

Si algo quedó claro después del caso Odyssey es que cualquier pecio en cualquier lugar del mundo ya no estaba seguro, porque la tecnología lo había hecho accesible. La fragata Mercedes estaba bajo un kilómetro y pico de agua.

Lo mejor de estos 11 años transcurridos ha sido, para mí, y creo que no solo para mí, asistir a la formación de una amistad y una conciencia trasatlánticas sobre el valor de esta historia, que en España ni se estudia como debería en las escuelas, pero que cada día es más importante para todos. Todo mejorará. Esos años han sido el tiempo de alimentar esa amistad. Arqueólogos, historiadores, periodistas, juristas, oceanógrafos, marinos y simples aficionados nos hemos ido haciendo amigos. Grandes amigos. Sabemos que en este estudio de una historia hasta hace poco inaccesible está un capitulo importante de nuestro futuro.

Les contaré un secreto: anoche, cuando nos encontramos algunos de los invitados a este seminario, eso se pudo palpar al instante. Esta historia tiene capacidad de unir los relatos desgajados, a pesar de las manipulaciones y los intentos de impedirlo. Genera lazos, vínculos intangibles, que son los más fuertes, entre unos y otros.

Por eso, cuando se supo que Colombia hacía una ley de patrimonio para poder comercializar con el contenido de los galeones, algunos supimos que su objetivo era, simplemente, excavar y vender el tesoro del San José. ¿A quién? A quienes lo perseguían desde hace mucho tiempo, resulta obvio. A las empresas de cazatesoros, por mucho que se vistan de nuevos ropajes espaciales y tecnológicos, por mucho que contraten técnicos de la exploración submarina. Vienen a engañarnos a todos, a impedir que ese libro que es el yacimiento de un galeón pueda ser leído por quien sabe: por los arqueólogos. 

A cambio, quieren separar las letras escritas en ese libro, extraerlas del contexto del que vienen y venderlas como souvenirs. Lo más grave es que entonces no podremos acabar ese libro, que está esperando que nosotros, como descendientes de aquella cultura, escribamos el último capítulo.

Ser descendientes de la cultura que inventó las naves que por primera vez atravesaron los océanos es un orgullo. Aunque pueda parecerlo, nada tiene que ver con ser de un país concreto, porque somos descendientes no solo del territorio o de la lengua de aquellos hombres, somos hijos de su manera de entender la vida, y de entender la muerte, de afrontarla en medio del mar. Somos hijos de quienes cargaron sus bodegas, de artesanos y de manufactureros. Somos nietos de quienes fabricaban las jarcias y las cuadernas. Incluso de los cazadores en los bosques cuyos árboles nacían siglos antes de viajar a lomos de un galeón, de atreverse, como los viejos marinos aterrados, a mantenerse erguidos contra un huracán. 

Estamos aquí, todos, descendientes de una historia global, para exigir que no la borren. Para exigir que solo se acerque a los yacimientos de un galeón quien está preparado de verdad para compartir el conocimiento que guardan los yacimientos. Y con el fin de compartir ese relato y construirlo para generar esos vínculos que sentimos, con solo mirarnos a los ojos, como ayer los ponentes que iban llegando de Colombia, México, Portugal y España, en la alegría de la historia. 

Los naufragios son desgracias, pero que sus restos sirvan para mejorar el mundo y para conocernos mejor es una alegría. Termino con la canción de Ariel, de “La tempestad” de Shakespeare, otro inglés, un hombre que también sería hijo de los galeones, porque esto no va solo de naciones. Va de historia global. Y va, déjenme que les revele este secreto, de la capacidad de amotinarnos contra los ladrones de la historia, contra las empresas que ven en los galeones solamente el oro y la plata y quieren que respondamos nosotros tan solo a ese cliché, hijos de oro y de plata.

Hijos de plata no somos. Somos guerreros embarcados en una buena pelea por la memoria. Y la memoria hoy, entre nosotros, tiene forma de galeón. Suban a este barco y peleen contra las empresas sin escrúpulos y los políticos sin escrúpulos. Solo dando ejemplo y aportando un grano de arena haremos un mundo mejor. 

Nosotros, hijos y nietos de ahogados, no vamos a permitir que se borre su memoria. Recordaremos sus nombres, incontables como esos granos de arena batida por las olas, como el protagonista de la canción de Ariel: 

 

«Yace tu padre a diez metros;

se ha hecho coral de sus huesos,

lo que eran ojos son perlas:

nada de él se ha dispersado, 

sino que el mar lo ha cambiado

en algo rico y extraño…»

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Jesús García Calero el

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