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Valientes por tierra y por mar

Valientes por tierra y por mar
Agustín Ramón Rodríguez González el

Conmemora  la Infantería de Marina Española varias fechas fundamentales en la historia del más antiguo Cuerpo de su especialidad en el mundo.

Una de ellas es la de su 480 aniversario, al crearse en 1537 las “Compañías Viejas del Mar de Nápoles”, otra es la del 27 de febrero de 1566, cuando Felipe II creó un “Tercio de Armada” para los buques que escoltaban a las Flotas de Indias. Y por fin, en 1717 fue cuando Patiño, ministro de Felipe V, organizó definitivamente y dio su reglamento a los “Batallones de Marina”, en todos los casos para que la dotación de los buques, con su tripulación de marineros, se completara con su guarnición de soldados, y mientras los primeros atendían a la navegación, los segundos estaban encargados de la lucha en la mar, tanto a bordo como en operaciones anfibias cuando el caso lo requería.

Ya conoce el lector que nada menos que Cervantes sirvió en Lepanto y otras varias campañas anteriores y posteriores, y que Lope de Vega lo hizo en Las Terceras y en la mal llamada “Invencible”. Menos recordado es que sus hermanos también lo hicieron, siendo el del primero, Rodrigo, el primero en desembarcar en las Terceras entre el fuego enemigo, y muriendo Juan, el del segundo en la campaña de 1588.

Aún menos conocido es que el único hijo varón de Lope de Vega, también de nombre Félix, se escapó de casa y sirvió como soldado en las galeras, para después pasar a América y naufragar y morir en las costas de la isla Margarita.

De modo que no solo por la antigüedad puede estar orgullosa nuestra Infantería de Marina, cuyo lema encabeza estas líneas. Ya quisieran tener otros pueblos, que presumen de tradiciones marineras, poder decir lo mismo de tan grandes representantes de su cultura, lengua y literatura.

Pero queremos traer aquí dos historias de personas más modestas y menos conocidas, pero que muestran que el lema no hace sino justicia a los hombres y mujeres que han servido y que sirven actualmente en ella.

Martín Álvarez

Creemos innecesario recordar aquí al lector quien fue el heroico granadero Martín Álvarez y su hazaña en el combate de San Vicente de 14 de febrero de 1794, cuando, cumpliendo hasta el final las órdenes de su comandante, el brigadier D. Tomás Geraldino, que lo era del navío “San Nicolás de Bari”, de 80 cañones, luchó heroicamente defendiendo la bandera del buque que entonces era de la Armada, pero que no tardaría en serlo de España.

Aplastada la resistencia de la dotación por el trozo de abordaje del “HMS Captain” al mando de Horacio Nelson y los hombres del 69º Foot (no eran “marines”, pues nunca había bastantes para todos los buques, y como aquí, se embarcaban unidades del Ejército para completar las guarniciones), un oficial se dirigió a popa a recoger el pabellón, al que el denodado soldado dió el alto, y al ver que no cedía, mató tras lucha con su sable.

Como el arma quedara clavada en la tablazón, Martín Álvarez siguió luchando, incluso herido, a culatazos de su mosquete, matando a otro oficial e hiriendo a dos soldados, hasta desplomarse cubierto de heridas. Dado por muerto, se dispuso fuera arrojado al mar, pero al dar señales de vida, al parecer el propio Nelson, asombrado por su valor, ordenó se le curara y pusiera seguidamente en libertad.

No referiremos aquí las recompensas que obtuvo ni otros aspectos, pero si mencionaremos un hallazgo fortuito que presta mucho mayor relieve y grandeza al soldado de Infantería de Marina Martín Álvarez.

De esta historia, nos extrañaron siempre dos detalles: el que los británicos pasaran al abordaje, pese a la tradicional superioridad española en ese tipo de combate, y el que Martín Álvarez se defendiera exclusivamente con espada y utilizando su fusil como maza. Tanto más extraño porque los granaderos (soldados distinguidos) solían llevar además pistola, y porque en su importante puesto, no hubiera sido raro se le hubiera proporcionado algún mosquete más, cargado, y desde luego, otra pistola.

Seguimos con la duda hasta que, estudiando “Estados de Fuerza y Vida” de buques de la época, en el Archivo de El Viso, descubrimos que, durante algunos años, los barcos no llevaban su dotación normal de fusiles y pistolas. La causa era que, en guerra contra la Convención Francesa, la llamada “Guerra de los Pirineos”, y ante la urgente necesidad de un Ejército casi superado por el enemigo, la Armada le transfirió todos sus fusiles y pistolas, ante su menor necesidad, quedando solo en los arsenales armas viejas, oxidadas o casi inútiles, y en número apenas para montar una guardia en cada buque.

Como a dicha guerra siguió casi inmediatamente otra con Inglaterra, no hubo tiempo de reemplazar las armas cedidas, cosa conocida por los marinos ingleses por haber sido nuestros aliados en la anterior. Ello explica porqué intentaron el abordaje.

Cabe imaginar no ya los efectos materiales, sino incluso los morales, de no disponer de armamento individual. Pese a ello, la dotación del navío realmente se sacrificó, sufriendo no menos de 148 muertos y 67 heridos graves, antes de entregarse.

El triste hecho está corroborado por Antonio de Escaño, quien como Mayor de Mazarredo, se hizo cargo seguidamente de la escuadra vencida y refugiada en Cádiz: una de las primeras medidas tomadas fue volver a dotar de ese armamento individual a los buques y a los soldados.

Así, la heroica conducta de Martín Álvarez adquiere proporciones épicas: porque luchó hasta el final, incluso cuando sabía que su fusil era inútil.

Una  mujer infante de Marina

Un tal Antonio María de Soto, hijo de Tomás y de Gertrudis, de la villa de Aguilar en Córdoba, firmó el 26 de junio de 1793 su alistamiento como soldado de Infantería de Marina por seis años, por lo que coincidió con Martín Álvarez.

En los años siguientes embarcó en las fragatas “Mercedes”y “Matilde”, luchando posteriormente en la Guerra del Pirineo en Bañuls y en la defensa de Rosas, y también en el combate citado de San Vicente, así como en la posterior defensa de Cádiz contra la victoriosa escuadra de Jervis, evitando su bombardeo, al prestar servicio en las cañoneras que tan eficazmente rechazaron todos los intentos enemigos y hasta hostilizaron duramente la flota bloqueadora.

Pero a raíz de un incidente de aquella lucha, el bravo y disciplinado soldado tuvo que causar baja, pues se descubrió que su auténtico nombre y condición era los de Ana María Antonia, siendo exacto el resto de su filiación.

Tales habían sido sus servicios que una Real Orden de 24 de julio de 1798 expresaba: “enterado S.M. de la heroicidad de esta mujer, la acrisolada conducta y singulares costumbres con que se ha comportado durante el tiempo de sus servicios, ha venido en concederla dos reales de vellón diarios por vía de pensión, y al mismo tiempo, que en los trajes propios de su sexo pueda usar de los colores del uniforme de Marina como distintivo militar.”

Y como la recompensa pareciera escasa, otra Real Orden de 4 de diciembre de aquel mismo año la ascendía a sargento primero, “para que pueda atender a sus padres”.

Solo dos historias en una de siglos y de dos de sus más modestos integrantes, pero muy reveladoras de lo que ha sido y sigue siendo un Cuerpo tan merecedor de todo nuestro reconocimiento y tan íntimamente ligado a nuestra Historia, que hoy sigue cumpliendo denodadamente su deber en lejanas aguas a bordo de los buques de la Armada en unos casos, o en también lejanas tierras en otros, renovando diariamente la afirmación y el reto de su lema.

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