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Blogs Los cuatrocientos golpes por Silvia Nieto

Sobre una fotografía de Macron

Sobre una fotografía de Macron
Silvia Nieto el

Tengo la impresión de que ciertos cargos se recubren de un halo de divinidad que a veces se escurre por un gesto pueril, por un arrebato o un fallo de cálculo de la persona que lo ostenta. Recuerdo que Proust describe en En busca del tiempo perdido que Bergotte, uno de los escritores idolatrados por el Narrador, puede ser decepcionante en lo personal; y que la señora de Villeparisis, amiga de su abuela y con la coincide en Balbec, se ríe Chateabriand, Balzac o Victor Hugo, a los que había conocido y despreciaba porque —cito de A la sombra de las muchachas en flor, que leí gracias a Pedro Sorela— «carecían de esa modestia, de ese olvido de su valer, de ese arte sobrio que se satisface con un solo trazo y no insiste, que huye sobre todo del ridículo de la grandilocuencia, de esa oportunidad y de esas cualidades de moderación de juicio y sencillez que son exclusivo patrimonio, según le habían señalado a ella, del verdadero mérito». ¿Desmerecía ese carácter agotador o un poco estúpido su obra? Creo que es evidente que no.

¿A qué viene todo esto? Como últimamente tengo que prestar atención a las andanzas de los grandes mandatarios, me divierto observando los deslices humanos que con frecuencia se les escapan. Me hace mucha gracia que Macron, con el que estoy un poco obsesionada, solo suba a su cuenta de Twitter fotografías en las que sale bien, como hace cualquier ciudadano de a pie en las redes sociales, y que a veces, cuando intenta parecer «normal», una persona más, lo haga con su torpeza de chico bien, con un ansia un poco embarazosa. Me reí con un vídeo en el que intentaba coger a una gallina —su gesto tenso probaba el desagrado que le provocaba el animal— y con la fotografía que se hizo, hace unos días, celebrando la victoria de la Selección de Francia en el Mundial de Rusia. Digo que se hizo porque me temo que la imagen o fue pactada o muy estudiada por él, una postura preparada a sabiendas de que algún fotógrafo dispararía en cuanto el presidente de la República pusiera una pose atlética más propia de un vaso griego —creo que los vasos griegos le gustan a Macron bastante más que el fútbol, como sabiamente me comentó un amigo— que a un aficionado arrebatado por la felicidad.

Al principio de «Tierra de hombres», Saint-Exupéry describe las casas de Argentina que observa desde su avión. Detrás de cada luz, cuenta desde la noche callada del cielo, se esconde «el milagro de una conciencia», de ese conjunto de sentimientos, recuerdos y voluntades que conforman a un ser humano, y que es único e irrepetible. Creo que ciertos tipos de violencia desaparecerían más fácilmente si pensásemos con hondura en lo que cada persona atesora dentro de sí, aunque no he citado al novelista para hacer esa reflexión. A menudo procuro leer biografías y memorias, donde se supone que se puede conocer a los otros, acercarse un poco a ellos. Disfruto especialmente de las que descubren aspectos singulares pero muy significativos de sus protagonistas. Hace unos días, me hizo gracia enterarme de que Miguel Primo de Rivera, al que le gustaban mucho las mujeres, intentó legislar sobre piropos; y que Camus, muy enamorado de Maria Casarès —la hija de Casares Quiroga, el político republicano—, confesaba a la joven en una de sus cartas que le hacía vivir entre «la inquietud y la felicidad», como cualquiera —el escritor estaba casado y le sacaba nueve años— que se mete en un follón parecido.

Los arrebatos de Macron y las anécdotas sobre Miguel Primo de Rivera y Camus —qué dispares, ahora que lo pienso— son, en fin, lo que permiten concluir lo que llevo pensando un tiempo: conocemos a las personas por el papel público que desempeñan —presidente, militar y dictador y escritor, respectivamente— y por las anécdotas que también nos legan. Separar una de sus caras —la divina, la oficial— de la otra—la humano, ridícula a veces— solo nos brinda una imagen muy parcial, y creo que inútil, de ese ser humano por el que nos interesamos.

Quizá he escrito todo esto, un texto desordenado, porque estoy muy cansada, y porque el domingo, previo paso por Lyon, me marcho a Suiza, a Ginebra, donde espero encontrar algo más sobre Adrien Aron, del que ya he contado algo por aquí. En el caso de Adrien, mi objetivo es comprender al chico exitoso, listo y frívolo, que sin embargo acabó vencido por la tristeza.

De nuevo, en fin, el problema de las dos caras.

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