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Blogs Los cuatrocientos golpes por Silvia Nieto

Llegar a Caen (crónica de un sablazo)

Llegar a Caen (crónica de un sablazo)
El Institut Mémoire de l'édition contemporaine.
Silvia Nieto el

Cuando hace unos semanas publiqué mi primera crónica absurda sobre mis investigaciones serias en París, mi amigo y compañero Luis Prados, que tuvo la amabilidad de leerla, me dijo que debería haber contado cuánto me cobró el taxi que me llevó de Mairie de Lilas al bulevar Saint-Michel. Aunque finalmente no lo añadí en el texto, se lo confesé en voz alta: 24 euros. La anécdota, le expliqué luego, era económicamente más dramática de lo que podía parecer, dado que días antes, y también en el marco de mis pesquisas, me había llevado un sablazo mucho más doloroso e hiriente, un sablazo inesperado, inolvidable, y que voy a narrar ahora y he bautizado como el Gran Sablazo del Viaje a Caen. Me explico (para quien quiera leerlo).

Llegué a París el 8 de enero, un lunes, encantada de la vida por haber sobrevivido una vez más a un vuelo en avión. Cuando el OrlyBus, el autobús que conecta el aeropuerto de Orly con la ciudad, me dejó en la parada de Denfert-Rochereau, la felicidad y la alegría que experimentaba insuflaron mis ánimos y también mi fe en mi nueva maleta, una estupenda maleta azul que me habían regalado el día de Reyes y que rodaba, a diferencia de las que había tenido antes, de lujo. Aunque hacía frío, el cielo estaba despejado y sobre la calle caía una luz helada de invierno, y yo quería disfrutar de esa mañana y de esa sensación de despreocupación, que es muy parecida a la de sentirse libre, que tengo cada vez que llego a París. Por eso me decidí a recorrer la distancia entre Denfert-Rochereau y la rue Saint-Séverin caminando. En la rue Saint-Séverin me esperaba mi amiga Giulia. Giulia, que es una italiana hija del sentido común, me saludó afectuosamente pero acogió con las cejas arqueadas que hubiera ido hasta allí a pie. Luego me dio las llaves de la casa de Laura, donde las tres, acompañadas del gato Moix, íbamos a pasar juntas esa semana.

Cuando dejé a Giulia, el cansancio de haber madrugado, del vuelo, del paseo y de no haber comido apenas nada se me echaron encima. Me monté en el metro agotada, y ya en Mairie des Lilas busqué desesperadamente una pastelería para meterme un chute de azúcar. Encontré una, que era judía, por cierto, y me compré un bollo riquísimo del que no recuerdo el nombre. Sé que luego entré en casa, y que esa noche Laura, Giulia y yo hablamos hasta las tantas, a pesar de que al día siguiente yo me levantaba a las cinco y media de la mañana. Yo, y ya empiezo a entrar en materia, me levantaba a esa hora terrible porque unos días antes, desde la pachorra de mi vida en Madrid, había decidido que era una excelente idea comprar el billete del primer viaje que cubría la ruta París-Caen, que salía a las siete menos veinte de la estación de Saint-Lazare. Mi intención era aprovechar el día en la ciudad normanda, donde, además de consultar unos archivos, los fondos de Jean Fayard, quería hacer turismo y darme un paseo. Los acontecimientos no se desarrollaron de forma tan apacible.

El despertador sonó a las cinco y media la mañana. Yo me había quedado frita en el salón y no me lo podía creer. Esa noche no había descansado nada. Haciendo un esfuerzo titánico, me zafé del saco de dormir donde apenas había dormido y me levanté a toda prisa para salir disparada al baño, con la intención de pegarme una ducha que me lograse espabilar. Moix, con discreción felina, me observaba fijamente mientras yo iba de un lado a otro de los nervios, con el pelo empapado e intentando establecer una estrategia para llegar a tiempo a la estación. Al final decidí pedir un taxi. Busqué los teléfonos en el móvil y llamé, empanada como estaba, al primero que apareció. Una voz, al otro lado, me respondió diciéndome que sí, que me venía a buscar sin problema. Así, vestida de cualquier manera y con Moix flipando, salí de casa.

La calle estaba vacía y todavía era de noche. A lo lejos, un coche negro, con las luces encendidas, comenzó a avanzar hacia mí. Yo me subí. «Ahora me secuestran», pensé. No tuve tanta suerte. El conductor era un chico bastante joven con el pelo y la barba pelirrojas. Le indiqué que tenía que ir a toda prisa a la estación de Saint-Lazare. Arrancó el coche y tomó el periférico, una autopista que rodea París y que también actúa como frontera económica y social de la ciudad. Recordé que una novela de Modiano se titula así en su honor: «Les Boulevards de ceinture», de 1972. La carretera, creo, también aparece mencionada en «El adversario» de Carrère. Bueno. El caso es que el chico y yo empezamos a hablar. Tras la pregunta de rigor —«¿eres italiana o española?»—, y sacando el tema ya no me acuerdo por qué, me informó de que no me había montado en un taxi, sino en un servicio de coche privado que, obviamente, tenía un precio superior. «¿Cuánto?», le pregunté titubeando. «Unos cincuenta euros», contestó. Me miró por el retrovisor.

Yo miré por la ventanilla.

Llegamos a la estación de Saint-Lazare. Cuando paramos, el chico hizo una llamada y me informó de que el costo final era de sesenta euros. Como yo quería olvidar todo aquello cuanto antes, saqué el dinero, se lo di y me fui casi corriendo, pensando que lo único que me faltaba era perder el tren. Me monté a tiempo y me hice una pelota. Salimos con cuarenta minutos de retraso. No había calefacción. En esos momentos, lo juro, me quería morir: estaba cansada, era pobre, no había encontrado ningún sitio para comprar tabaco. De refilón, observé que un chaval de mi edad, que de vez en cuando abría un libro, también lo estaba pasando canutas por culpa de la temperatura que había en el vagón. Entonces no sabía que las dificultades nos unirían en una bonita amistad que iba a durar, exactamente, un día.

Mientras amanecía tras la ventana, saqué el teléfono y llamé al Institut Mémoires de l’édition contemporaine para informarles de que mi tren se había retrasado y de que, por tanto, no iba a llegar a tiempo al taxi comunitario en el que había reservado plaza para llegar hasta su archivo. Me contestaron que no me preocupara, que otras personas habían sufrido el mismo problema y que el coche nos esperaría en la puerta de la estación. Bien. Cuando paramos en Caen, me bajé con prisas en busca de una cafetería y de una tienda donde comprar tabaco. En realidad, el orden fue el inverso: compré tabaco y luego me fui a por café, que me sirvieron ardiendo junto a un cruasán. A través de las ventanas del establecimiento, vi el gran taxi blanco al que debía montarme. Me conformé con un par de sorbos y envolví el bollo en una servilleta. Salí del bar. Luego me acerqué al coche, y toqué con el puño en la ventana del conductor. Una mujer abrió la puerta y me miró de arriba abajo.

—Où allez-vous?—, me preguntó en francés.

—Je vais à l’Institut Mémoires de l’édition contemporaine—, le respondí, lo mejor que pude, en el mismo idioma.

Breve silencio.

—Excuse me, I don’t understand you.

Quería llorar, e insultarla en español.

—Where do you go?—insistió, en inglés.

Cuando yo estaba a punto de recurrir al lenguaje de signos o de hacerle una peineta, una voz, desde el fondo del taxi, y con mucho mejor acento que el mío, repitió lo que yo acababa de decir: «Elle va aussi à l’Institut Mémoires de l’édition contemporaine». Yo me asomé: el chico del tren, que al parecer también iba al archivo, había salido en mi defensa. La mujer, que continuó con su monólogo en inglés, me dejó subirme al coche. Arrancamos.

Caen, lo que se dice la ciudad de Caen, la vi de lejos y por la ventanilla. El Institut estaba a las afueras, y el archivo, en concreto, en el interior de una iglesia gótica. Cuando llegamos, un señor mayor que no conocía de nada, el chico del tren y yo nos fuimos hasta la recepción. Allí averigüé que su nombre era Noa y que estudiaba en Nueva York, y que había llegado hasta Normandía para investigar sobre un dramaturgo, del que no retuve el nombre, sobre el que estaba escribiendo su trabajo de final de carrera. Noa era un encanto y hablaba español. Enseguida comentamos lo que había sucedido en el taxi y el viaje a varios grados bajo cero que habíamos hecho en el tren. Tenía un humor bastante absurdo, así que nos entendimos fenomenal y rápido y entramos juntos a la sala de consulta, después de abandonar todos nuestros trastos en unas taquillas. Dentro, lo único que podíamos tener a mano era un folio, un lapicero y los documentos que íbamos a ver. A mí, que me sacaron varias cajas con los papeles de Fayard, hasta me prestaron una lupa para que intentara descifrar su letra minúscula. Las mujeres que nos atendieron, por cierto, eran encantadoras.

Lo que encontré en el archivo, de momento, no lo voy a contar. A Noa no lo vi más, porque él se quedó a dormir en las instalaciones del archivo (se podía, no es que le diera por acampar) y dos días más tarde volvía a Nueva York.

Fue, en definitiva, un día feliz y agotador. 

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