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Blogs Los cuatrocientos golpes por Silvia Nieto

Poner cara a Adrien (crónica de una mañana en París)

Poner cara a Adrien (crónica de una mañana en París)
Silvia Nieto el

Llevo meses investigando sobre Adrien Aron, ese chico listo que se mostraba frío y frívolo sin serlo del todo. Llevo meses buscando información sobre él en periódicos y archivos, esperando dar con la clave de su biografía, con el hecho que, más allá de la guerra, me permita comprender su abdicación del mundo. Por eso, cuando me desperté el pasado sábado, lo hice ilusionada. El día anterior, su sobrina, Dominique Schnapper, la hija de Raymond Aron, me había recibido en su despacho de la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, en una salita ubicada en el céntrico boulevard Raspail, en el boulevard donde las floristerías anuncian el cementerio cercano. Allí, frente a una ventana desde la que se veía la torre Montparnasse, me había hablado de su tío, al que había descrito como un hombre «pintoresco», divertido e inteligente. Me había hablado de él, digo, con ese cariño espontáneo que dedicamos a un ser querido que murió hace tiempo, con el luto superado, y con los  buenos recuerdos doblegando al dolor que nos causó su pérdida. Antes de despedirnos, Dominique me propuso  reunirnos de nuevo para enseñarme una fotografía de Adrien que guardaba en su casa; así, me dijo, podría hacerme una idea mucho mejor de él.

Por eso el sábado me levanté ilusionada, pero también muerta de miedo. Ilusionada porque fin iba a poner cara a Adrien, del que solo había encontrado una fotografía de 1927, cuando tenía 25 años, donde aparecía jugando al tenis y en la que apenas se apreciaba su rostro. Muerta de miedo porque me desperté tarde. El piso de mis amigas, a las que mando desde aquí todo mi cariño y mi agradecimiento, está en Mairie de Lilas, la última parada de la línea 11 de metro de París. Yo había quedado en el centro, en el boulevard Saint-Michel. Tras ducharme rápidamente y creo que sin desayunar, me lancé a la calle pensando en parar un taxi, la única solución posible para llegar a tiempo. Un par de viandantes me aconsejaron que caminase hasta Porte de Lilas, la parada que inspiró la canción de Gainsbourg, y que estaba a unos cinco minutos a pie. Allí, sin dejar de mirar la hora, y en la intersección entre dos carreteras, entre un bistró y un McDonald’s, me dediqué a manotear como si me estuviera ahogando en una piscina; los taxis que veía pasaban de largo, porque iban ocupados. Me agobié tanto que lancé algún improperio, pero con la prudencia de hacerlo en español. Al final, a lo lejos, vislumbré un taxi vacío y salí corriendo a por él. Aunque tuve suerte y pude montarme, para entonces solo quedaban cinco minutos para las diez de la mañana, que era la hora de mi cita con Dominique.

No pregunté al taxista su nombre, pero tras pegar un frenazo por culpa de una señora que cruzó la calle con imprudencia, y mirarnos por el retrovisor desaprobando su locura, empezamos a hablar. Mi taxista, que iba escuchando Radio France Internationale, la radio que yo usaba para aprender francés, había nacido en 1949 en Tetuán, cuando la ciudad todavía era parte del protectorado español en Marruecos. Me explicó que llevaba décadas viviendo en Francia, que detestaba a Trump, que con Macron estaba contento, porque era «joven», y en la política se necesitan «personas jóvenes» con nuevas ideas, y que los franceses, que eran muy protestones, eran un pueblo difícil de gobernar. También hablamos de España, de la crisis económica, de los problemas de mi generación, que tanto había estudiado y que a veces se sentía tan frustrada. De vez en cuando, para tranquilizarme, me informaba de lo que faltaba para llegar. Cuando al fin alcanzamos el boulevard Saint-Michel, nos despedimos alegremente. Luego me precipité a la acera, a la altura del portal que Dominique me había indicado el día anterior. Eran las diez y media de la mañana y yo temía que me mandaran al carajo.

El primer impulso que tuve cuando llegué el portal fue el de darme un cabezazo contra la puerta. Al alcanzarlo, tras intentar abrirlo y comprobar que estaba cerrado, miré con cara de drama el teclado en el que tenía que introducir el «digicode». Me explico: en París, la mayoría de los edificios no se abren, como en España, mediante un portero automático, sino tras pulsar un código numérico que algún vecino del inmueble debe desvelar a la persona que le va a visitar. Me alejé un par de pasos e intenté establecer contacto visual con el dependiente de la cafetería que quedaba al lado, al que pregunté por señas si sabía cómo podía acceder al edificio. Me miró más bien raro y se encogió de hombros. Así, sin saber qué hacer, pasé unos minutos, hasta que un hombre salió del inmueble y me dejó pasar. Entré rápido, adoptando lo que un buen amigo llama «actitud de cóctel»; esto es, tratando de no dar el cante. El primer impulso que tuve fue abrir la puerta de la escalera de servicio y subir hasta la segunda planta, donde Dominique me había dicho que vivía. Luego elegí tomar la normal. Cuando llegué arriba, la «gardienne», la portera, me explicó, y lo hizo muy amablemente, que me había equivocado. Allí no vivía ninguna «Madame Schnapper».

Volví a la calle con los puños apretados. La única posibilidad que se me ocurría en ese momento —¿serían ya las once menos cuarto?— era la de probar unos portales más adelante, por si el día anterior me había confundido al anotar el número. Eso hice. Caminé rápido, ya casi sin esperanza y reprochándome ser tan maldito desastre para madrugar. Pero tuve suerte. Uno metros más adelantes encontré el edificio correcto. Para mí sorpresa, además, allí sí había portero automático, así que no tenía problema para pasar. Apuré el cigarrillo —estaba nerviosa— y llamé con insistencia a la segunda planta. Por fin me abrieron; en esa ocasión, el portero me miró de arriba a abajo con el ceño fruncido. Mi cara tenía que ser un poema.

Hasta aquí el drama de chichinabo. Ahora vamos a lo que importa.

Subí las escaleras todo lo rápido que pude y ya sustituyendo el nerviosismo por la alegría que siempre me ha proporcionado todo lo que se relaciona con lo que estudié. Al llegar a la casa, me disculpé tantas veces como aire me quedaba y Dominique, con muy buena educación francesa, me dijo que no me preocupara, que había pasado la mañana trabajando. Me condujo hasta una habitación donde abrió un armario. Tomó un álbum marrón de la parte alta. Era uno de esos viejos álbumes donde las fotografías están cubiertas por papel transparente un poco pegajoso. Lo abrió por el final. Allí estaba Adrien fumándose un cigarrillo —Raymond Aron cuenta en sus «Memorias» que su hermano consumía dos o tres paquetes al día; de hecho, murió de un cáncer de pulmón—, vestido elegantemente —había abandonado la vida mundana, pero no la estética— y mirando sellos, la afición que conoció durante su exilio en Suiza y a la que se consagró desde la posguerra hasta su fallecimiento, en 1969. La imagen había sido tomado, creía Dominique, en los años sesenta.

Cuando bajé la calle, recorrí el boulevard Saint-Michel sonriendo. Me tomé un café en la cafetería Paul, ya cerca de la fuente que da al Sena.

Por el momento, esta historia termina aquí.

Adrien Aron

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