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Blogs Crónicas de un nómada por Francisco López-Seivane

Kioto en flor

Kioto en flor
Francisco López-Seivane el

En abril, cuando los cerezos florecen, Kioto se transforma en la ciudad más mágica, indescriptible y maravillosa del mundo. Los más de mil templos y pagodas que la adornan se visten con sus mejores galas, mientras se acentúa la conmovedora belleza de sus delicados jardines y las frondosas avenidas de los barrios residenciales aparecen salpicadas de pinceladas impresionistas en tonos pastel, como si un pintor enfebrecido por la llegada de la primavera hubiera pasado la noche dejando las huellas de su paleta sobre el verde luminoso de los árboles.

Kioto en primavera es una explosión de cerezos en flor/ Foto: F. López-Seivane

Hasta las últimas geishas de Gion, de costumbres tan reservadas, salen esos días de sus herméticas guaridas para sumarse a la fiesta, adornadas con lujosos kimonos a juego con la estación. Ante tanta belleza, no es de extrañar que los japoneses celebren con entusiasmo el acontecimiento. En todas las casas se preparan comidas especiales y un postre universal: la tarta de cerezas. Nadie sabe tampoco por qué, ya que los cerezos japoneses sólo dan flores, no frutos, pero éste es un país de contrastes donde muchas veces lo mejor -ya lo he aprendido-, es no pedir explicaciones.

Al atardecer, las geishas salen de compras por el barrio de Gion/ Foto: F. López-Seivane

En Kioto, la primera visita es casi obligado dedicarla al Castillo de Nijo, un impresionante complejo de palacios de madera, Patrimonio de la Humanidad, construido por el shogun (señor feudal) Ieyasu a principios del siglo XVII. Si lo que el shogun pretendía, como se dice, con tanta ostentación de poder y riqueza era impresionar al emperador y menoscabar su autoridad, no es de extrañar que temiera una represalia imperial, así que las sólidas tarimas de madera de cedro –abrillantada con salvados de arroz- que cubren porches y pasillos se ensamblaron de tal manera que crujieran al pisarlas para que nadie pudiera acercarse al señor sin ser apercibido. Del mismo modo, el laberíntico complejo de paneles corredizos de papel de arroz, primorosamente pintados por los mejores artistas, que separan unas estancias de otras, ocultaba cámaras secretas desde donde celosos guardianes observaban sin ser vistos. Pero en aquel día radiante, como digo, lo más llamativo del castillo eran sus maravillosos jardines reventados de flores, así que los  innumerables turistas japoneses que lo invadían todo no paraban de apuntar sus cámaras y teléfonos móviles hacia los árboles como si quisieran abatir la primavera.

Imponentes tejados enmarcan la entrada del Castillo de Nijo/ Foto: F. López-Seivane

¿Pinos enanos o enormes bonsáis? Siempre me quedará la duda al referirme a los primorosos árboles que rodean el estanque en Kinkakuji (Templo Dorado), la antigua casa de campo de otro refinado shogun que terminaría convirtiéndose en emblemático templo budista. Sin embargo, los espectaculares tejados curvos, en forma de pagoda, y las paredes recubiertas de láminas de oro que brillan como soles en el ocaso no hubieran alcanzado la fama que hoy ostentan de no haber sido por el libro homónimo de Mishima, aquel eterno aspirante al Nobel de literatura que terminaría haciéndose el haraquiri para mostrar al pueblo japonés que se había apartado de su tradición. Una vez más, los cuidadísimos jardines acaparaban la atención del gentío. Es imposible describir tanta belleza, tanta armonía, tanto detalle cautivador, tanta emoción estética como la que se siente al recorrer esas obras de arte, fruto de la complicidad entre la madre naturaleza y las exquisitas manos de los maestros jardineros japoneses, una profesión altamente respetada en aquel país.

La intemporal obra de Mishima hizo famoso por siempre el templo de Kikankuji/ Foto: F. López-Seivane

Pero no todos los jardines japoneses son de plantas. En el antiguo templo zen de Ryoan la principal atracción es su jardín de piedras blancas, de estilo kare sansui (paisaje seco), en el que quince rocas de mediano tamaño destacan como islas, aparentemente dispuestas al azar, sobre un mar de guijarros blancos primorosamente rastrillados. A mí me pareció, el jardín seco, lo menos interesante de ese templo maravilloso, lleno de rincones deliciosos y edificios bellísimos, enmarcados por ramas de cerezos en flor. Baste decir que mi cámara pareció volverse loca y estuve más de una hora disparando fotos sin cesar.

Detalle en el jardín seco de templo zen Ryoan/ Foto: F. López-Seivane

El atardecer es el momento más propicio para trepar por la abigarrada calle, jalonada de tiendas, que lleva hasta Kiyomizu (Agua Clara), uno de los templos budistas más importantes del país. El impacto sensorial de la enorme estructura naranja recortándose sobre un cielo azul sin mácula y bañada por la suave luz de un sol agonizante es una estampa difícil de olvidar. Más arriba, coronando la colina, se halla la espectacular terraza de madera, sustentada sobre ciento treinta y nueve cipreses ensamblados sin utilizar un solo clavo. Es tal la altura del espléndido mirador sobre la falda de la montaña que los japoneses utilizan la expresión “como saltar desde la terraza de Kiyomizu” para referirse metafóricamente a cualquier acto que entrañe gran valor y coraje. Al pie de la estructura mana la fuente de agua clara y helada donde los monjes se purifican cada día del año.

La hermosa estructura naranja del templo budista Kiyomizu/ Foto: F. López-Seivane

Para dimes y diretes: seivane@seivane.net

 

 

 

 

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