En mi primera llegada a la terminal de vuelos domésticos del aeropuerto de Saigón, hace ya un buen número de años, me sorprendió encontrar a docenas de jovencitas, breves y aniñadas, cabalgando pequeños ciclomotores en actitud de espera.
“¿A quién esperan, a Enrique Iglesias?”, pregunté con curiosidad al taxista que me llevaba a la ciudad.
“No, clientes”, me respondió con una sonrisa que no logró ocultar su turbación.
“¿Clientes?”, repetí con ojos de asombro
“Si, clientes para llevarlos a los hoteles”
Quedaba claro que su negocio no era precisamente el transporte, sino que se trataba de jineteras madrugadoras que buscaban al cliente en origen. Si el asunto prosperaba en el trayecto, el viaje le salía gratis al recién llegado, que ya tenía compañía asegurada durante su estancia en la ciudad. Por un precio convenido, naturalmente. No sé si la costumbre continúa, pero me apresuro a aclarar que lo de estas jineteras motorizadas de Saigón no reprersenta más que una minúscula anécdota en un país donde la dignidad de la mujer está por encima de toda duda, como he podido comprobar fehacientemente en distintos viajes posteriores.
En 1950, cuando era la capital de la Conchinchina francesa, el autor Norman Lewis la describió como “una agradable ciudad de provincias francesa sin color ni carácter”. Pero más tarde, siendo ya capital de la República de Vietnam del Sur y cuartel general del ejército americano, la larga guerra la hizo madurar espectacularmente hasta convertirse en una urbe abierta, vibrante y singular, con una generación de jóvenes que crecieron hablando inglés y ahora ponen la nota cosmopolita en una ciudad que sólo los funcionarios llaman por su nombre oficial, Ho Chi Minh.
Hoy es domingo. Católicos de corbata que salen comulgados y en paz de la catedral de Notre Dame se cruzan en las calles del barrio francés con sonrientes monjes budistas vistiendo túnicas de color vino y con bellas y diminutas jóvenes vietnamitas luciendo ufanas sus elegantes ao dais de seda. Un poco más allá, sudorosos hombres de ojos oblicuos caminan por las aceras colgados de sus móviles, mientras una legión de jóvenes motorizados avanza por el asfalto con el rostro embozado como si fueran un ejército cabalgando en pequeños ciclomotores. Bienvenidos a Saigón.
Lo primero que se visita aquí es el Palacio de la Reunificación, que fuera símbolo y sede del gobierno de la república de Vietnam del Sur, aliado de los americanos. Los tanques del Vietcong lo atacaron y tomaron el 30 abril de 1975, el mismo día en que la guerra terminó y el país se reunificó. Todos los periódicos y televisiones del mundo mostraron hasta la saciedad las imágenes de los tanques derribando la verja del hasta entonces llamado Palacio de la Independencia o Palacio Presidencial y la de un soldado colgando la bandera roja con una estrella del Vietcong en un balcón del cuarto piso. Pero esta mañana el palacio aparecía resplandeciente y hermoso como una gema. Construido por los franceses a finales del siglo XIX como residencia para el gobernador de la Conchinchina, fue reconstruido en 1962, después de que la propia fuerza aérea de la República de Vietnam del Sur lo bombardeara en un fallido intento de aniquilar a su impopular presidente, Ngo Dinh Diem, quien sobrevivió al ataque y ordenó reconstruirlo de inmediato, añadiendo un búnker subterráneo que ahora se visita con asombro: un laberinto de túneles, centro de telecomunicaciones y sala de guerra con el mejor mapa de Vietnam que he visto jamás. El resto de las dependencias, espaciosas y fantásticamente decoradas con refinados motivos y obras de arte vietnamitas, son dignas, desde luego, de un Jefe de Estado. En los jardines que hay frente a la fachada principal, destaca hoy una imponte estatua del ubicuo general Ho Chi Minh.
Muy cerca del palacio, a apenas un agradable paseo de distancia, se haya la Catedral de Notre Dame, un templo neorrománico de ladrillo que los franceses construyeron en su época y donde todavía pueden escucharse sermones en francés y en inglés. La guerra y los bombardeos terminaron con las preciosas vidrieras que un día fueran orgullo de los católicos, pero la catedral pervive intacta en el corazón de la ciudad, con sus dos torres gemelas de cuarenta metros, rematadas por sendas agujas metálicas. No es infrecuente encontrarse allí con alguna boda de jóvenes vietnamitas, vestidos al estilo occidental. Para completar la trilogía, hay que acercarse a la vecina Ópera, algo que los franceses de las colonias apreciaban sobremanera.
Pero Saigón, ya lo he dicho, es una ciudad cosmopolita y abierta que acoge también templos hindúes, como el Mariamman, un pequeño retazo de la India meridional, con su pirámide de coloridas deidades; o musulmanes, como la Mezquita Central, una isla de calma y limpieza en el hervidero de Dong Khoi; o budistas de todas las denominaciones, como las famosas pagodas de Xa Loi y Ang Quang, que tan importantes roles jugaron durante la guerra, con la autoinmolación de algunos de sus monjes y el martirio de algunas monjas. La mayoría de las pagodas, sin embargo, se encuentra en el barrio chino de Cholon, donde están reinstalándose muchos ciudadanos de esa etnia expulsados por el vietcong tras el fin de la guerra.
Siempre me ha parecido que el mejor lugar para tomar el pulso de una ciudad son sus mercados. En Saigón hay muchos y muy afamados, aunque ninguno como el Ben Thanh Market que, junto a las calles que lo rodean, constituye uno de los lugares más vivos y frecuentados de la ciudad. Aquí se vende todo lo que uno se pueda imaginar, hasta el punto de que podría aplicársele perfectamente el conocido eslogan de los grandes almacenes americanos. “Si no le tenemos es que no lo necesitas”.
Alrededor de este mercado hay numerosos puestos de comida y pequeños restaurantes. Uno de ellos, el Pho 2000, especializado en la popular sopa de fideos vietnamita, se convirtió en un lugar de referencia, permanentemente abarrotado de turistas y gente local desde que el presidente Clinton lo eligiera para probar sus celebrados fideos.
Algo que hay que incluir necesariamente en la agenda de Saigón es una visita al Museo de la Guerra. Tiene una orientación marcadamente antinorteamericana, pero vale la pena reflexionar sobre los horrores que sufrió aquel país durante la contienda. Los amantes de las hazañas bélicas no puede dejar de visitar los túneles de Cu Chi, a unos 30 kilómetros de Saigón, una increíble red de cientos de kilómetros de túneles que unía Saigón con la frontera de Camboya, y permitía al vietcong controlar una amplia zona rural a las puertas de la capital. Otro día os lo cuento en detalle. Mientras tanto, si alguien busca un lugar de culto para amantes del espionaje, que se acerque por el Binh Soup Shop, un pequeño y discreto restaurante que era el cuartel general clandestino del Vietcong en Saigón. Allí se planeó el ataque a la Embajada de EEUU y otros lugares de la ciudad durante la ofensiva de 1968. Era muy frecuentado durante la guerra por soldados norteamericanos, que nunca sospecharon que los camareros que les servían la sopa eran en realidad agentes infiltrados del vietcong. Bienvenidos a Saigon, donde nada es lo que parece.
Para dimes y diretes: seivane@seivane.net
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