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Blogs Crónicas de un nómada por Francisco López-Seivane

Un valle de rosas… ¡en el Sahara!

Un valle de rosas… ¡en el Sahara!
Francisco López-Seivane el

El desierto, la erosión del Atlas, la dureza del clima y la escasez de agua no impiden que en los serpenteantes vallejos verdes que marcan el curso del Dades y sus tributarios se produzca cada primavera una eclosión de rosas fragantes. Se trata nada menos que de la Rosa Damascena, traída probablemente de Persia por los fenicios en tiempos inmemoriales. Éste fue mi primer recorrido por las estribaciones orientales del Atlas, donde empieza el Sahara.

Al volante, Mohamed, mi chófer bereber, quien, cuando aún no habíamos abandonado del todo el casco urbano de Boumalne du Dades, dio un brusco volantazo al todoterreno y se adentró por una calle ascendente sin asfaltar. Enseguida llegamos a campo abierto trepando por una pista pedregosa que nos llevó a lo alto de una meseta inacabable, baldía, sin otro horizonte que unas montañas lejanas, y cruzada por numerosas rodadas que se entrecruzaban en todas las direcciones. Mohamed siguió una de ellas. Con el sol naciente castigando mi flanco derecho, deduje que estábamos avanzando hacia el norte. De pronto, dimos con una manada de perros solitarios, tumbados ociosamente sobre la tierra caliente. “¿Qué comen?”, pregunté a Mohamed. “Por las noches se acercan al pueblo y buscan desechos”.

Perros salvajes sobreviven en manadas en la planicie de Bou Thaghrar/ Foto: F. López-Seivane

A partir de ese momento, abandonamos las rodadas y el todoterreno siguió avanzando por la planicie sin propósito, o eso me parecía a mi, pero pronto me di cuenta de que Mohamed tenía un rumbo y una referencia lejana. Sabía a dónde iba y no necesitaba seguir el camino que habían marcado otros. Se iba adaptando a los pequeños accidentes del terreno y enseguida me mostró una hondonada con una serie de cuevas en la pared del fondo.

En una hondonada, una serie de cuevas acoge a una familia de nómadas bereber/ Foto: F. López-Seivane

De la nada, apareció corriendo una niña de unos nueve o diez años vestida de negro de los pies a la cabeza. Paramos. Me miró con unos ojos que reflejaban tanta desconfianza como fascinación. La saludé, pero no respondió. Al fondo, descubrí la figura vigilante de una mujer, sin duda la madre. Mohamed me dijo que se trataba de una familia nómada que vivía en las cuevas. Descendí hasta la base de la pared y me asomé a la pequeña oquedad alfombrada en la que vivían con sus pertenencias amontonadas contra la pared y los alimentos colgados del techo en bolsas de plástico.

Una sola niña vive en soledad con sus padres nómadas/ Foto: F. López-Seivane
Así es el interior de la cueva donde esta familia nómada pasa el invierno/ Foto: F. López-Seivane

En una cueva contigua, que hacía las veces de cuadra, se hallaba el marido, pero no dio señales de vida. “¿Cómo puede vivir una familia aquí, en medio de la nada, sin agua y sin alimentos?”. “A menos de una hora de camino tienen agua. Van a buscarla con el burro cada tres días y aprovechan para lavarse allí. Cada dos semanas hacen varias horas de camino hasta el mercado y compran cosas no perecederas y algo de fruta, que complementan con el queso y la leche de las cabras”, me aclaró Mohamed. “¿Pero de dónde sacan el dinero para comprar?”. “Ocasionalmente venden alguna cabra”, me contestó. “¿Pero la niña no va a la escuela?” “No. Los padres le enseñan lo necesario para sobrevivir” Muy impresionado, saqué algunas fotos y me despedí dejando unos dirham, que aceptaron de buen grado. La niña me sonrió agradecida por primera vez.

Madre e hija a la entrada de su cueva/ Foto: F. López-Seivane
Retrato de la niña solitaria en su cueva/ Foto: F. López-Seivane

Continuamos el viaje en silencio hasta que aparecieron unas rodadas y las seguimos, ladera arriba, hasta lo alto de una colina, sobre la que se alzaba la enorme estructura metálica de una potente antena. Allí nos recibió Hadiya, una joven vestida para la ocasión con sus mejores galas. Vivía en una casita de barro diminuta con su marido, el encargado de mantener la antena, y un hijo que estaba en la escuela, situada en el fondo de un valle frondoso que se divisaba en la lejanía. Estaba tan lejos, que el chico sólo volvía a casa los fines de semana. Hadiya nos ofreció el tradicional te de menta, pero yo no podía apartar los ojos de la espléndida vista que se extendía a mis pies: dos valles feracísimos  que serpenteaban entre montañas desnudas hasta encontrarse y formar un vergel. Le pedí que se sentara en una roca y le saqué unas fotos (ver portada), antes de iniciar andando el descenso al valle con mi pequeña cámara Fujifilm T 10, mientras Mohamed se quedaba atrás, disfrutando del te y de la charla con la chica.

Hadiya a la puerta de su casa de adobe/ Foto: F. López-Seivane

Poco antes de llegar al pueblo, me alcanzó Mohammed con el todoterreno. Apenas descendió del vehículo, encontró una honda abandonada en el camino.  Eligió una piedra, la colocó sobre la badana y, tras hacerla girar repetidas veces con el brazo, la soltó. Ese gesto, que sin duda le había conectado con su infancia, le devolvió el buen humor y ya se mostró más jovial el resto del camino. Pronto llegamos a Bou Thaghrar (pronúnciese ‘butajrar’), un pueblo que en realidad está partido en tres barrios por el encuentro de los dos ríos. “Estamos en el Valle de las Rosas”, me anunció, aunque no alcancé a ver ninguna.

Mohamed lanza una piedra con la honda que acaba de encontrar en el camino/ Foto: F. López-Seivane
El encuentro de los ríos y el pueblo de Bou Thaghrar/ Foto: F. López-Seivane

Bou Thaghrar me pareció otro mundo, en el que la vida se había detenido hace tiempo. Una mujer sobre un burro cargado de hierba y flores atrajo mi atención y le saqué algunas fotos mientras cruzaba el río. Enseguida oí voces destempladas de un hombre que se acercaba gesticulando. “Está prohibido fotografiar a las mujeres”, me dijo Mohamed que decía. “Dile que sólo estaba sacando al burro…”. Se quedó parado, pero debió de traducírselo porque el hombre detuvo sus gestos, pareció comprender, dio media vuelta y se fue sin más. ¡Ufff!

Una campesina cruza el río en su burro en Bou Thaghrar/ Foto: F. López-Seivane

Los pueblitos, con sus casas arracimadas en las laderas, estaban tan juntos unos de otros que apenas podía discernirse donde empezaban o terminaban. Pasamos escuelas pintadas con llamativos colores, casas de adobe y calles polvorientas. El valle se iba estrechando cada vez más hasta formar una garganta pedregosa por la que culebreaba el ‘río’, no más que un pequeño regato. Imposible seguir avanzando con el vehículo. A Mohamed le costó bastante la maniobra de dar la vuelta y salir de aquel lajar. Enseguida encontró una carreterita asfaltada y me llevó por otro ramal del valle hasta Msemrir, donde todo acababa de nuevo en otra garganta. Allí comimos, sentados en el suelo alfombrado de una casa bereber. Me prepararon un tayin de verduras y una ensalada marroquí, tomate y cebolla muy picados, además del preceptivo te de menta.

Las casas de barro mimetizadas con el paisaje son la tónica en esos apartados vallejos/ Foto: F. López-Seivane
El único color se encuentra en la pared de la escuela/ Foto: F. López-Seivane
Comida en una casa bereber. Muy rica y bien servida/ Foto: F. López-Seivane

Allí traté de aclarar por qué no se veían rosas en el ‘valle de las rosas’. Me dijeron que no era tiempo aún y que los rosales estaban apartados de la carretera. “Además, no hay tal cosa como un valle de las rosas, sino que éstas crecen por toda la región”, me aclararon. Las mujeres las cortan cada día y las llevan a los numerosos talleres donde las procesan, extraen el aceite esencial y elaboran con él distintas cremas y productos cosméticos que se venden en todos los pueblos de la cuenca del Dades, pero muy particularmente en El Kelâa M’Gouna.

Chicas cargadas de flores y hierbas se tapan la cara para no salir en la foto/ Foto: F. López-Seivane

De regreso al Xaluca Dades, un chapuzón en la piscina, un rato de silencio contemplando el espléndido paisaje, una cena ligera y a descansar. “¿Qué programa nos espera mañana, Mohamed?” “Por la mañana visitaremos la garganta del Todra, y después nos dirigiremos a Erfoud, la auténtica puerta del desierto”. “¿A las siete?”, le pregunté, dibujando el número con el dedo. Me miró muy serio antes de replicar: “No, a las nueve. Es un viaje corto. Después, volveremos a almorzar aquí, antes de partir para Erfoud”. No me atreví a replicar…

 

 

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