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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

El colapso de la función de onda

Emilio de Miguel Calabia el

Cuando estaba a mitad de camino del bufete Carbonell y Asociados, le llamaron a Alfredo para anunciarle que la reunión se había cancelado. Ni por un momento se le pasó por la cabeza regresar al despacho. Por un día, en lugar de estar en casa a las ocho pasadas, podría llegar antes de las cinco y media.

Pensó en todo lo que podría hacer. Tumbarse en el sofá a ver cualquiera de las películas que llevaba meses queriendo ver; tumbarse en el sofá a leer “El americano tranquilo”, que llevaba tres meses atascado en la escena en la que Fowler escribe la carta a su mujer; y, si estaba Ana, tumbarse en el sofá con ella y besarla, acariciarla, desnudarla, hacer el amor sin prisas como cuando se casaron.

Quería a Ana y le dolía que las cosas no estuvieran bien entre ellos. Sabía que la culpa era suya, que le echaba demasiadas horas al despacho y cuando volvía a casa sólo pensaba en tumbarse en el sofá y ver cualquier bazofia de la televisión, algo que no le hiciera pensar en clientes, testamentarias ni deshaucios. La tenía descuidada. Ya ni se acordaba cuándo había sido la última vez que la sacó a cenar a un buen restaurante o que salieron a bailar.

Si al menos tuvieran hijos, eso siempre suaviza las cosas. Pero los hijos se resistían a venir. Los análisis habían dicho que no había nada que les impidiera ser padres, que ambos estaban sanos. Era como cuando él examinaba un contrato de alquiler, le aseguraba al inquilino que no podrían deshauciarle en la vida y a las tres semanas, venía un requerimiento judicial que le echaba. A veces las cosas ocurren, nadie se explica porqué. Simplemente, ocurren.

Llegó a casa. Llamó, “Ana”. Ninguna respuesta. Sintió una punzada de decepción y supo cual de las tres tumbadas en el sofá era la que realmente hubiera preferido. Fue al dormitorio. La puerta estaba cerrada. Un momento antes de abrirla, oyó unas risas. Era Ana. Estaba hablando con alguien. Otra risa. ¿Estaría hablando por teléfono con alguna amiga o…? Era absurdo pensar en eso, pero ahora que lo había pensado no se lo podía quitar de la imaginación. No tenía más que abrir la puerta para saber…

*

Yo sé lo que hizo Alfredo, pero resulta que no es literario. No todo lo que ocurre en la vida sirve para un cuento. Ni tan siquiera para un cuento que se quiere realista.

La vida es como el diamante en bruto. Lleno de potencial, pero mientras no lo pulas, no tienes una joya, sino un pedrusco. La vida en bruto no es literaria.

Pregunté a mis amigos si en la vida real abrirían la puerta y lo que creen que se encontrarían. Prácticamente todos dijeron que la abrirían y que lo que se encontrarían sería algo inocente, como que su cónyuge está viendo la televisión. Una amiga se colocó en el lugar de Ana y dijo que a ella nunca le sucedería eso, porque nunca se le ocurriría llevarse a un amante a su domicilio conyugal. Algún día le preguntaré por el estado de su matrimonio y lo que piensa del adulterio. Sospecho que tiene opiniones “basadas en hechos reales”, como dicen en las películas.

También pregunté a mis amigos cómo me recomendaban, en tanto que escritor, que continuase la historia. Casi ninguno me respondió. La pregunta no les pareció interesante. Se ve que no podían relacionar el bloqueo del escritor con nada de lo que ocurre en sus vidas. Esto me confirma que vida y literatura van por caminos distintos y que ni el cuento más realista de Carver nos hace vibrar tanto como el cotilleo que tiene el portero sobre la vecina del quinto. Es posible que la literatura la inventase algún portero una tarde que no tenía ningún cotilleo que contar.

Sólo dos amigos me respondieron a la segunda pregunta y da la casualidad de que los dos escriben.

JGV me escribió: “El hombre es paranoico y se empieza a hundir él solo en sus propias aprensiones, al pie de la puerta, creando sus propias hipótesis, sintiéndose atacado, engañado, herido o ninguneado. Tras unos instantes de crescendo imaginativo, se empieza a alejar, sale de nuevo a la calle, empieza a vagar sin rumbo, ausente, mientras un monólogo interior muestra al lector cómo su pensamiento autodestructivo se lo va tragando, tragando, alejándolo de la realidad que lo rodea, mientras la mujer se parte de risa, tranquila en el salón de casa con la vecina, viendo memes de whatsapp”.

JdJ, uno de los escritores más brillantes con los que me haya cruzado, me dio una respuesta que supera cualquier salida que me hubiera ocurrido darle al cuento: “Al entrar en la habitación el hombre descubre que la mujer está sola. Pero, efectivamente, está charlando animadamente con alguien. El hombre repara en que la mujer, que jamás ha sufrido un resfriado, tiene encima de la mesa un bote de medicamento. Experimentado bioquímico, nada más ver la composición de las pastillas, repara en lo que pasa: su mujer es esquizofrénica, sólo que siempre se lo ha ocultado.

Tras una hora de conversación con su contrita esposa, en efecto descubre que ella tiene dos personalidades distintas, aunque no distantes. Sin medicación, su mujer lo mismo es una chica relativamente indolente y asténica que es una mujer de rompe y rasga que lo interrumpe cada dos palabras y no acepta un no por respuesta.

En ese momento, él se da cuenta de que, en realidad no sabe a ciencia cierta de cuál de las dos se enamoró.”

*

Una vez conocí a un escritor autoeditado que insistía en utilizar su propia vida tal cual como tema de sus novelas. Leerlas era como leer su diario. En ellas te encontrabas párrafos tan apasionantes como éste: “Su hermano tenía urgencia de ir al baño todo el tiempo (no la venganza de Moctezuma, sino una versión asiática), pero los que había cerca de la zona de las joyas no eran recomendables, y ya no hablemos de la falta de papel higiénico, así que decidieron tomar un almuerzo tempranero en el restaurante del otro lado de las vías del tren, que daba al río, de forma que su hermano pudiera hacer de vientre; apenas tomó nada para el almuerzo”.

Fascinante, ¿no? Leyendo ese párrafo me di cuenta de que los diarios son la cosa más aburrida del mundo, salvo que se trate de los de un gran escritor, los de un hombre de estado o los de tu cónyuge. En los dos primeros casos porque no son verdaderos diarios, sino que están escritos pensando en la posteridad. En el tercer caso, por el morbo, aunque leerlos sea un deporte de riesgo que puede conducir al divorcio.

Este escritor también me descubrió lo que va de la vida a la literatura. Hay un episodio en el que un jefe que le ningunea y le humilla, le ha invitado a una fiesta de Nochebuena con otros compañeros del trabajo. Él no tiene ningunas ganas de ir, además, aparentemente no le han informado ni de la hora ni de la ubicación de la casa (no parece que se le pase por la cabeza la idea de llamar a algún compañero para preguntarlo). La descripción de la escena es la siguiente:

“Y pensar que se supone que tenemos que ir a una fiesta en la residencia del jefe esta noche, con nuestra hija, pero no tengo ni idea ni de la hora, ni de donde está el dichoso sitio”, ventiló su frustración ante la situación.

¡No vamos a ir!, repuso su mujer con esa firmeza en su voz que conocía tan bien.

Se quedaron en casa…”

Sin duda fue eso lo que ocurrió. Pero la escena me parece simplona. Le falta algo. Olvidémonos de lo que realmente ocurrió y reescribamos la escena en términos literarios:

“Y pensar que se supone que tenemos que ir a una fiesta en la residencia del jefe esta noche, con nuestra hija, pero no tengo ni idea ni de la hora, ni de donde está el dichoso sitio”, ventiló su frustración ante la situación.

¡No vamos a ir!, repuso su mujer con esa firmeza en su voz que conocía tan bien.

Se miraron a los ojos con resolución, como cuando eran novios. El tiempo pareció detenerse como entonces. Entonces él miró el reloj y dijo: Vistámonos, que si no vamos a llegar tarde.”

No sé, pero mi escena inventada me gusta más que la escena real.

*

El cine nos ha acostumbrado a los finales cerrados, redondos y, a menudo, felices. En “Salvar al soldado Ryan”, sabemos que Ryan acaba siendo un honesto ciudadano y un sabio abuelo, como le pidió el capitán que dio la vida por él. En “Pretty woman” sabemos que Richard Gere y Julia Roberts serán felices y comerán perdices. En “El graduado”, Benjamin y Elaine se escapan para ser felices por siempre (¡qué obsesión con la felicidad!) y que le den a la Señora Robinson.

A diferencia de los guionistas de Hollywood, los grandes escritores saben que los cuentos son como la vida, que hay finales abiertos que no se sabe adónde conducirán, historias inconclusas de cuyo final nunca nos enteraremos. En “La dama del perrito”, dos amantes adúlteros saben que les espera un camino difícil y duro; Chejov no nos dice lo que habrá al final de ese camino, ni si lo superarán. John Steinbeck dijo: “El final conlleva tristeza para un escritor: es una pequeña muerte. Pero cuando escribe la última palabra, la historia no está terminada, puesto que ninguna historia termina jamás.”

Aunque yo mismo tienda muchas veces a los finales cerrados, me parece que la verdadera riqueza de la literatura está en los finales abiertos. Son como la vida.

Una vez conocí una historia. A un indio que vivía fuera de la India, su familia le buscó una novia en Calcuta, de donde era originario. Fue, la conoció cinco minutos en el marco de una celebración familiar y dijo que de acuerdo. Se casaron. Varios meses después, me lo encontré y estaba muy enfadado. Me dijo que le habían engañado. La mujer apenas hablaba inglés y tenía una enfermedad en la piel. No era lo que se esperaba. Quería repudiarla, pero ella le había advertido que si lo hacía, se suicidaría. Y él sabía que lo haría. El destino de una india que ha perdido la virginidad, ha sido repudiada y no tiene hijos, es convertirse en una tía vergonzante a la que se trata un poco como a una sirvienta y que se esconde a las visitas.

Perdí contacto con el indio y pasé muchos años preguntándome cómo habría terminado esa historia. Un día nos reencontramos y me enteré del final… No mereció la pena. Había sido mucho mejor vivir todo ese tiempo en la incertidumbre, imaginándome posibles finales. La realidad está sobrevalorada en relación a la imaginación.

*

Vuelvo adonde lo dejé. Un hombre fuera, una puerta y unas risitas dentro.

“Era Ana. Estaba hablando con alguien. Otra risa. ¿Estaría hablando por teléfono con alguna amiga o…? Era absurdo pensar en eso, pero ahora que lo había pensado no se lo podía quitar de la imaginación. No tenía más que abrir la puerta para saber. Entonces…”

Ahí lo dejo. En la vida no hace falta saber todo lo que pasó.

 

 

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