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Cómo se le ocurrió a Schrödinger lo del gato ése (1)

Emilio de Miguel Calabia el

A Schrödinger la vida en Oxford se le hizo insoportable casi desde el primer momento. Las tardes aburridas tomando té con los otros profesores en cuartos oscuros y mal ventilados, intercambiando chismes sobre los compañeros, que si Tolkien era un poco rarito, siempre dándole vueltas a eso de los hobbits y los elfos como si fueran personajes reales, que escribiera un libro sobre ellos si tanto le divertían, que si Lewis era un poco rarito y la relación que mantenía con esa mujer veinte años mayor que hubiera podido ser su madre no era normal, que si Cecil era un poco rarito, que le habían visto en actitud equívoca con un alumno, que si al final iba a ser que le daba lo mismo carne que pescado… Eran tés que se prolongaban hasta que alguien daba el primer bostezo y entonces todos entendían que el día estaba vencido y que había llegado el momento de separarse.

Y con todo, los tés eran livianos comparados con las clases de la mañana. A Schrödinger le aburría tener que lidiar con todos esos jóvenes llenos de hormonas, feromonas y acné, que se creían tan listos, pero eran incapaces de comprender que un electrón no es una bolita como las del billar, sino que es una onda de materia, y que no sabían que delante de ellos tenían a un hombre que podía explicar el enlace químico y la estabilidad de las moléculas y que hasta podía mear mucho más lejos que cualquiera de ellos, si no fuera porque un cierto sentido de la dignidad y el decoro le impedía participar en esos concursos.

Y peor que los tés y las clases, era lo insoportable que estaba Annemarie. Se aburría y de todo hacía un mundo. Conseguía que los viajes al colmado para hacer la compra de la semana se convirtiesen en complicadas expediciones de las que siempre salían con comida como para alimentar a los diez mil de Jenofonte. Convertía cualquier estornudo en el signo anunciador de una tuberculosis que sin duda la mataría antes de cumplir los cuarenta. Andaba comparando su ropa con la de todas las mujeres con las que se cruzaba por la calle y había llegado a la conclusión de que era la mujer peor vestida del lugar. Al menos en eso tenía razón.

Si no hubiese sido por el insoportable cabo austriaco que se había adueñado de Alemania, habría vuelto a Berlín. Pero los amigos le decían que lo olvidase, que Berlín estaba lleno de camisas pardas salvajes y poco más inteligentes que Gehrcke, que seguía creyendo en el éter, y que los mejores cabarés o bien habían cerrado, o bien tenían como clientes habituales a Goering, a Goebbels y a toda su patulea.

Las únicas alegrías que tenía eran las ocasionales escapadas a Londres, que Annemarie le consentía a condición de que siempre volviera con algún regalo de precio no inferior a veinte libras. En función de la calidad del regalo, Annemarie le sometía a un duro interrogatorio sobre sus actividades en Londres, especialmente las nocturnas, o le despachaba con un “¿te lo pasaste bien?”, pregunta retórica que pronunciaba con un tono indiferente y despreocupado cuando el regalo superaba las cincuenta libras.

Un indicio de lo desesperado que estaba con Oxford en octubre de 1934, fue que utilizó como excusa para una de sus escapadas londinenses la presencia en la capital de Dirac.

Schrödinger tenía la espinita clavada de que había tenido que compartir con Dirac el año anterior el Premio Nóbel de Física. Hubiera preferido compartir a su mujer. De hecho uno de sus sueños era hacer un menage à trois, no importándole mucho el sexo del tercer participante, siempre que Annemarie estuviese allí. Algo más molesto que lo de compartir el Premio Nóbel era la impresión de que Dirac entendía mejor que él las implicaciones de la mecánica cuántica. Pero lo realmente molesto era el propio Dirac.

Dirac era taciturno y tendía a tomarse todas las cosas al pie de la letra. La ironía era algo que estaba fuera de su campo visual, como también lo estaban el baile, los juegos de cartas, Dios y por qué uno debería sentirse atraído por una mujer hermosa que fuera incapaz de entender en menos de dos minutos el principio de indeterminación de Heisenberg. Su idea de una tarde perfecta incluía ecuaciones, una pizarra, una tiza y, si se sentía con ganas de desmadre, una taza de té con limón. Su idea de una vida perfecta era una sucesión de tardes de ecuaciones, pizarras, tizas y una taza de té con limón de vez en cuando. Con todo, en ese mes de octubre frío y nublado, en el que no ocurría nada en Oxford, la perspectiva de una noche en Londres con Dirac era hasta apetecible.

Convencer a Annemarie de que no pusiese obstáculos a su viaje londinense no fue difícil. La simple mención de que se encontraría con Dirac bastó para borrar todas las dudas. Era como si le hubiera dicho que iría con su abuela gotosa de ochenta años. Más complicado fue convencer a Dirac de que tenían que encontrarse en el cabaret Trocadero. “¿Por qué no quedamos mejor en algún salón de té que tenga pizarra y tizas?”, respondió Dirac. “Porque en el Trocadero suele parar Albert.” “¿Qué Albert? ¿Einstein?”, preguntó Dirac, empezando a salivar de gusto, costumbre que había adquirido después de visitar el laboratorio de un discípulo de Pavlov. “Yo sólo te digo que Albert seguramente estará allí”, reiteró Schrödinger, que no consideró pertinente especificar que se refería a Albert Schmidt, un bávaro que tocaba el piano en el cabaret y por una propina te indicaba cuáles eran las chicas más fáciles del local.

No es preciso entrar en muchos detalles sobre la escapada a Londres. Los dos físicos se encontraron en el Trocadero y Dirac pasó las dos primeras horas en silencio, bebiendo pausadamente un güisqui, que Schrödinger le aseguró que era un tipo de té escocés con propiedades diuréticas, y tratando de asimilar lo que hacían en un local en el que había muchas señoritas luciendo las piernas, pero ninguna pizarra. Superado ese estupor inicial gracias a la labia de Schrödinger y a las propiedades medicinales del té escocés, Dirac fue haciéndose al ambiente, hasta que acabaron pasando cosas y hechos que se extenderían hasta la mañana siguiente.

 

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