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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

El discípulo más aventajado del Maestro (4)

Emilio de Miguel Calabia el

Fue un día de finales de julio. Acababa de tener una discusión por teléfono con mi hermano y estaba muy alterada. Salí a la calle para despejarme y al cruzar la esquina, allí estaba Ernesto. En otro momento me hubiera causado repelús, pero esa mañana me alegré de tener a alguien con quien hablar y que no fuera mi hermano, alguien que me distrajera por un rato de todas las cosas desagradables que nos habíamos dicho. Más tarde me enteraría de que había indagado nuestros domicilios y que aquel verano se había hecho el encontradizo con todos y cada uno de nosotros.

Nos sentamos en la terraza de un café. Me contó cómo desde el instituto había querido ser escritor. Un día con diecinueve años había leído un cuento del Maestro y había quedado anonadado. Ahí estaba el tipo de literatura que él siempre había querido hacer. Entonces se dio cuenta de que no tenía talento y decidió dedicar su vida al Maestro.

– ¿No podías dedicarla simplemente a tratar de ser feliz?

– Sólo tenemos una vida. Hay que dedicarla a algo importante. El Maestro es importante.

Lo dijo con la misma rotundidad con la que uno anuncia que tiene almorranas para justificar que no dará ese paseo a caballo por la sierra y después se quedó mirando al infinito. Lo mismo estaba teniendo una epifanía.

– Me das envidia. Eres la novia del Maestro- me espetó. Se notaba que Ernesto quería hablar de esa manera doctoral e irónica que tenía el Maestro, pero tenía una voz que era como el maullido de un gato y era incapaz de hablar pausadamente. Se diría que escupía las frases y que confundía eso con hablar con energía.

– Somos muy buenos amigos, pero no soy su novia.

Me miró con escándalo, como si le acabase de confesar que cuando me emborracho me subo a una mesa, me desnudo, me pinto el cuerpo de violeta y empiezo a orinar sobre los asistentes. Sí, hubiera podido contarle eso, que ocurrió hace mucho tiempo, cuando descubrí simultáneamente mi orientación sexual y el LSD, y el efecto no habría sido tan fuerte.

– ¿Estás a todas horas con el Maestro y no eres su novia?

– Prefiero las mujeres.

– ¡No se trata de lo que prefieras! ¡Estás con el Maestro! A él seguro que le gustaría tener sexo contigo y desaprovechas esa oportunidad sólo porque eres lesbiana.

Otra persona que me hubiera dicho esto, me habría enfadado, pero Ernesto era tan grotesco, que lo único que me producía eran unas gigantescas ganas de reírme.

– Ojalá el Maestro fuese homosexual. No habría dudado ni un momento en entregarme a él.

– Haz la prueba. El Maestro tiene la mente abierta y siempre está dispuesto a nuevas experiencias. A lo mejor le haces cambiar de opinión.

– El Maestro es heterosexual. Eso lo sabe todo el mundo.

– El hidrógeno se compone de un protón y un electrón. Fuera de eso, todo es opinable, hasta la orientación sexual del Maestro.

– ¿Sabes que he llegado a pensar en hacerme una operación de cambio de sexo sólo por tener relaciones con el Maestro? No lo he hecho porque he leído que muchos hombres heterosexuales se niegan a tener relaciones sexuales con una transexual.

Para entonces ya se me había olvidado por completo la discusión con mi hermano. Bueno, puede que del todo no, pero la irritación que me estaba causando ese energúmeno podía con cualquier otro sentimiento que pudiera haber albergado. Me levanté y sin mirar la vista atrás me alejé de la terraza. “Espera. No has pagado la consumición,” fue lo último que llegué a oír de Ernesto.

Al Maestro no volví a verlo hasta comienzos de septiembre. Había perdido peso. Tenía más canas y sus ojos, más desalineados que nunca, parecían no mirar a ninguna parte.

– ¿Qué pinta me encuentras? Horrible, ¿verdad? No digas nada, que mientes muy mal.- Hizo una pausa y de alguna manera intuí lo que diría a continuación.- Me estoy muriendo.

Me eché a llorar. Le abracé. Le dí el abrazo que siempre quise que me diera mi madre, el que hubiera querido recibir de mi padre cuando se fue de casa, la suma de todos los abrazos que nunca me dieron. “Venga, venga”, me levantó el mentón.

– A todos nos tiene que pasar. Me hubiera gustado vivir un poco más, pero no me puedo quejar. Los últimos años han sido magníficos.

Más tarde, sentados en una de las tascas que siempre nos habían gustado tanto, me dijo que llevaba unos meses que no se sentía bien. El día de El Escorial estaba que no podía con su alma. Fue entonces que decidió ir al médico. A finales de julio se lo dijeron: cáncer de pulmón con metástasis; nivel 4 de 4. “Si hubiera sido un examen de francés, eso habría significado un sobresaliente con todos los honores”, trató de bromear. “Me dan de seis meses a un año de vida. No quiero quimio, ni radio. No creo que a estas alturas hicieran nada más que agriarme el carácter. Sólo quiero que me den cuidados paliativos cuando empiecen los dolores”.

– Quiero hacer el amor contigo esta noche.

– ¿O sea que para acostarme contigo lo único que necesitaba era desarrollar un cáncer?- Por una vez su intento de ser sarcástico sonó al maullido de un gato herido.

– Esta noche quiero estar muy cerca de ti.

Salimos de la tasca abrazados como dos novios. O tal vez fuera más exacto decir que yo era Eneas y él mi viejo padre Anquises y que yo lo iba a llevar a su refugio, a través de un dédalo de callejas, que hoy parecían oscuras y hostiles. Para ser septiembre, hacía frío. O acaso era el frío que se me había puesto en el cuerpo desde que me dijo que se estaba muriendo.

Entramos en su dormitorio, en ese dormitorio al que tantas veces me había invitado, tomándose mis negativas como bromas de ese destino que hacía que las mujeres que de verdad le interesaban nunca se enamorasen de él. Quiso hacer una broma para quitarle solemnidad al momento, pero el chiste murió a medio camino en sus labios.

Nos desnudamos y nos metimos en la cama. Nos abrazamos. Su cuerpo ardía. Me pregunté si sería por efecto del cáncer. Nos besamos con más tristeza que pasión. “Creo que hoy ando bajo de líbido”, intentó que sonase como el chiste que antes no había llegado a terminar. “Si te parece, seguimos así, abrazados, hasta que nos durmamos”.

Desnudos, abrazados en la oscuridad, nos pusimos a hablar. Por primera vez el Maestro se quitó la máscara y me habló de sus frustraciones, de sus penas, de toda la amargura que se escondía detrás de sus ironías brillantes. Sus últimos años, desde su descubrimiento literario, habían sido magníficos, pero no servían para borrar todas las tristezas que los habían precedido y la sensación de tiempo desaprovechado. Tantos rechazos de las editoriales también habían mellado su confianza en sí mismo como literato. “Soy peor escritor de lo que pensáis”. “Eres el Maestro”. “Me halaga muchísimo que me llaméis así, pero sé lo que soy. Al menos he tratado de representar mi papel con vosotros de la manera más honesta posible.” En ese momento en el que se había quitado la máscara y ponía en duda su talento, fue cuando me pareció más Maestro que nunca. “Te quiero, Maestro”, le dije y le besé. Y así fuimos quedándonos dormidos.

Unos días después el Maestro iba a dar una conferencia en el Ateneo de Madrid sobre si la única poesía posible es la poesía de la experiencia. Para entonces ya sabíamos todos que se estaba muriendo y que cualquiera de sus conferencias podía ser la última. Ese día no faltó nadie. Todo el que había asistido a alguna de sus conferencias en los últimos tres años estaba allí. Hasta comparecieron algunos que estaban ofendidos con el Maestro porque osó decir que Claudio Rodriguez era verborreico y que se le iba la fuerza por la boca, de manera que al final se olvidaba de cuál fue la experiencia que desencadenó el poema en cuestión y otros que no le habían perdonado que confesase que entre un Pérez-Reverte que le entretenía y un José Ferrater Mora que no distinguía la filosofía de la literatura, se quedaba con el primero. Comentarios como ésos habían hecho que sus detractores le detestasen con una puntita de miedo, porque sabían que era como un perro de presa que no soltaba la pieza hasta que no la había destripado. Pero también esos comentarios hacía que sus seguidores le apreciasen todavía más, porque demostraban que era un hombre íntegro que decía lo que pensaba, aunque fuese a contracorriente y aunque a la postre le pudiese costar los favores de los mandarines literarios.

Yo estaba junto al Maestro observando la sala tras el telón. El Maestro se había puesto su mejor traje y se había acicalado. Quería que el público se olvidase de que estaba enfermo, quería pensar que estaban allí por la conferencia en sí y no por la expectativa de que quizás fuese la última. La cara de calavera que tenía, chupada y con los ojos hundidos, desmentía la seguridad que quería transmitir. Él mismo se dio cuenta. “Pienso que el ambiente debió de ser el mismo cuando Teodosio ordenó apagar el fuego sagrado de las vestales. Hasta los cristianos debieron de acudir para no perderse la última visión de la llama.” No encontré nada que responder. Añadió: “Pero la llama fue hermosa hasta su última chispa”

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Emilio de Miguel Calabia el

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