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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

El discípulo más aventajado del Maestro (3)

Emilio de Miguel Calabia el

A partir de esa noche nos convertimos en los mejores amigos del mundo. Leíamos el mismo libro simultáneamente y nos encontrábamos en tabernas del casco antiguo, para discutirlo; traducíamos juntos a Baudelaire, a François Villon y a Quenau y aunque yo hacía la mayor parte de la traducción, el Maestro siempre encontraba algún giro feliz, un pequeño matiz que hacía que la versión española resultase hasta más evocadora que la original; íbamos juntos al cine y luego conversábamos sobre la película en alguna cafetería hasta que nos echaban; yo le hacía apuntes del natural, que él apreciaba, porque era un arte que le hubiera gustado practicar, pero que al que nunca le había dedicado tiempo; a cambio, él cocinaba para mí, jugaba con los alimentos como con las palabras y en sus manos una simple ensalada de lechuga y tomate se convertía en un soneto de Shakespeare. Éramos casi como una pareja. Sólo faltaba el sexo.

La actitud del Maestro hacia el sexo era curiosa. A pesar de sus afirmaciones sobre el declive del deseo a partir de los cuarenta, tenía la líbido alta y no faltaban discípulas dispuestas a transformar su relación con él en algo menos platónico y más carnal. El Maestro a todas las decía que sí. A las atractivas por motivos evidentes y a las feas, porque decía que hasta la novela más horrible del mundo tenía una página de calidad y sólo por esa página igual merecía la pena leerla. “¿Eso se aplica también a las novelas de Paolo Coelho?”, le pinchaba yo y él me decía: “No te pases, querida amiga”.

Sé que el Maestro en la cama era considerado y que se comportaba como si estuviesen en un restaurante con tres estrellas Michelín. Podía ser creativo e idear posturas, o bien sentirse una Sherezade y contar historias tiernas o pornográficas en función del humor del momento, podía ponerse contemplativo, como si el otro cuerpo fuera un soneto de Góngora que hubiera que leer con atención, o reaccionar como un Baco que se hubiera esnifado una raya de cocaína. Era como un actor que en cuanto sale al escenario se olvida de sí mismo y sólo está atento a su personaje y al público.

Y sin embargo, sé que ese sexo no le satisfacía del todo, que los desayunos del día siguiente con mujeres que le decían muy poco, le fastidiaban, que cuando se despertaba en medio de la noche para ir al baño y se encontraba un cuerpo extraño al otro lado de la cama, a menudo se preguntaba si no hubiese sido mejor pasar la noche leyendo tranquilamente en su butaca. En el fondo el Maestro era un monógamo, que quería encontrar una compañera con la que compartir todo lo que de verdad le importaba. Yo era esa compañera y resultaba que era lesbiana. Nos queríamos mucho, pero esa barrera siempre nos separó.

Un día que el Maestro daba una conferencia en El Escorial en la que defendía la obra no escrita de Alejandro Sawa, diciendo que hay escritores que no dejan libros, sino una vida como modelo, que puede ser mejor que muchas novelas, apareció Ernesto.

Estaba sentado al fondo y tan pronto empezó el turno de preguntas, se abalanzó sobre la azafata que llevaba el micrófono para quienes quisieran intervenir y se lo arrebató de las manos. Sin prestar atención a la conmoción que había causado, lanzó su pregunta como quien lanza una tea encendida que le quema en las manos. “Si muchos escritores noveles empiezan escribiendo imitando las obras de aquellos autores que admiran, ¿no sería una estrategia igualmente válida imitar la vida del autor admirado?”

– Sólo tenemos una vida y encima es muy corta. Dedicarla a imitar a otro es desperdiciarla. A veces me pregunto si dedicarla a escribir no será también un desperdicio…

– “Vita brevis, ars longa”. ¿Qué mejor manera de aprovechar la vida que dedicarla al arte? Si se tiene mucho talento, dedicarla a crear. Si se tiene poco, dedicarla a imitar, pero buscando ser el mejor imitador.

– Siempre hay un latinajo para justificar cualquier situación. El mío favorito es “fellatio”. También su práctica puede llenar una vida. En fin, ¿tan aburrida nos parece la vida que necesitamos llenarla con algo? ¿No basta con vivirla día a día?

– No, desde el momento que hay cosas más grandes que nosotros y que la vida misma.- La azafata, repuesta de la sorpresa inicial, intentaba recuperar el micrófono. Por la sala ya empezaba a oírse el murmullo con el que se reciben las intervenciones de los pesados.

– Más grandes que nosotros son los elefantes y más grande que la vida misma es el mosquito aedes que transmite el dengue y la fiebre amarilla. Le puedo asegurar que cuando Rimbaud supo que tenía un carcinoma lo último que pensó fue en escribir una poesía parnasiana.

– Pero… – la pregunta quedó interrumpida. La azafata había logrado arrebatar el micrófono al pesado. Emprendió un breve trotecillo para disuadirle de repetir la jugada y se lo pasó a un oyente de las primeras filas, que hizo una pregunta previsible sobre la bohemia madrileña de comienzos del siglo XX.

Tal vez porque era a primera hora de una tarde de mediados de julio y el tiempo invitaba más a piscinas y vermut que a oír hablar de Alejandro Sawa, las filas de los fieles raleaban bastante ese día. Apenas hubo terminado la sesión, el espontáneo de las últimas filas se plantó ante el estrado y con cara de usuario que descubre que el ungüento chino que le vendieron por intenet para alargar el pene realmente funciona y que ahora es como Príapo en erección, se dirigió al Maestro.

– Maestro, permítame que me presente. Me llamo Ernesto. Desde que lo leí por primera vez, no he hecho más que fantasear con conocerlo en persona. Esto es un sueño hecho realidad.

– La realidad suele ser más decepcionante que los sueños. Procure soñar con cosas que no decepcionan, como un buen güisqui irlandés o una siesta a la sombra de un pino.

Aunque el Maestro intentaba ser sarcástico, pude ver que Ernesto le había picado la curiosidad. Tendría unos 28 años. Lucía unos pómulos elevados y una nariz rectilínea que, si en el Maestro imprimían carácter y le daban un aire de un Zeus cachondón que hubiese recurrido en exceso a los servicios de Dyonisios, en Ernesto se veían como artificiales, como fuera de lugar en una cara que era redonda como pan de pueblo. Además esos pómulos y esa nariz enmarcaban unos ojos insulsos, por más que fueran color miel como los del Maestro. Su mirada era mortecina, aunque quisiera fingir viveza a base de levantar los párpados como si le hubieran dado un susto. Era algo más alto que el Maestro y a pesar de su juventud era un poco cargado de hombros.

Como aquella tarde éramos pocos y aún era temprano, nos fuimos a una terracita de la calle Floridablanca a tomar unas cervezas. El Maestro tenía el aire cansado y a diferencia de otras ocasiones, casi no participó en la discusión. Parecía tener la cabeza en otra parte, muy lejos de nosotros. Otro que tampoco participó fue Ernesto. Asistía a nuestros intercambios, como quien ve un partido de dobles y está muy atento a quién tiene la pelota en cada momento y cómo la lanza. Mucho más tarde entendí que estaba analizando las relaciones de poder entre nosotros y el grado de cercanía de cada uno al Maestro. No le costó mucho adivinar que yo era la más próxima al Maestro.

Tras aquella tarde, nos dispersamos para el verano y hasta septiembre no volvería a ver ni al maestro ni al resto de los compañeros de la secta. En cambio, a Ernesto sí que le vi.

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