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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

El discípulo más aventajado del Maestro (1)

Emilio de Miguel Calabia el

Cuando conocí al Maestro, acababa de estrenar la cincuentena. Era un hombre alto y un poco cargado de hombros, pero lo mismo hubiera dado que hubiese sido bajo y erguido, porque cuando lo conocías sólo te fijabas en su cara. Tenía los pómulos elevados y una nariz rectilínea, fina y clásica. Pómulos y nariz delimitaban el espacio que ocupaban sus ojos que eran de color miel y muy vivos. Ora reían, ora te miraban inquisitivos, ora se perdían nostálgicos en el oleaje de alguna copa de güisqui. Tenía uno de los ojos un poco desviado, pero lejos de afearle, daba a su mirada un atractivo especial, como si fuesen los ojos de una sibila capaz de ver al mismo tiempo los secretos de los humanos y los de los dioses.

Al Maestro le había costado mucho llegar a ser el Maestro. Años de ver sus originales rechazados en las editoriales y ganarse la vida enseñando en institutos públicos “La vida es sueño”, los poemas de Becquer y las novelas de Baroja. No es que no le parecieran bien esas obras, pero él era más vanguardista y universal. Le hubiera encantado que le hubiesen dejado hablar de “Viaje al final de la noche”, de cualquiera de las novelas de Cortázar o del haiku de Basho que habla de una rana que chapolotea en un estanque, pero nada de eso venía en el programa. También le habría gustado contar a sus alumnos porqué la vida tal cual no sirve para hacer buena literatura y porqué Madame Bovary es un personaje redondo, pero su amante Rodolfo no lo es, que es un poco como en la vida real que las mujeres son más interesantes que los hombres, aunque ahí su primera ex-mujer era una excepción, lo intuíamos, más que lo sabíamos por cómo se refería a ella, en las pocas ocasiones que lo hacía, con desgana y hasta entre bostezos.

Al Maestro le descubrió un millonario catalán, que tenía una pequeña y selecta editorial, cuando se acercaba al lado equivocado de la cuarentena. No es que se quejase de su éxito; protestaba porque le había llegado un poco tarde. “Hay que triunfar cuando aún no se ha llegado a los cuarenta y tienes cuerda para aprovechar la erótica de la fama. A los cuarenta y cinco la líbido ya anda preparando las maletas y sabes que cualquier día se irá de casa. Exáctamente como mi segunda ex-mujer”.

El Maestro escribía poco. Él decía que era el Vega Sicilia de los escritores: hay pocas botellas, pero las que hay son excelentes. Y tenía razón. Sus cuentos breves mezclaban ternura y cinismo de una manera que pocas veces me he encontrado. Combinaba personajes redondos a lo Madame Bovary, frases brillantes a lo Oscar Wilde y finales sorprendentes que te dejaban desconcertado, no sabiendo si el autor se estaba riendo de ti, o si había algún detalle que habías pasado por alto o si, simplemente, el cuento era absurdo como la vida misma. El Maestro nos decía que siempre era la tercera opción, pero que no descartásemos ni la primera ni la segunda. También había escrito algo de poesía. Sus poemas cuidaban mucho el ritmo y la aliteración y con facilidad hubieran podido ser convertidos en canciones. Pero lo mejor no era eso, sino las imágenes que transformaban lo cotidiano en algo fantástico, como de cuento de hadas, aunque esa comparación no le gustaba y él decía que las imágenes se las susurraba al oído un Dionisios ciclotímico en sus fases de euforia. Otras veces decía que escribir las imágenes de sus poemas no tenía mérito, que el mérito era de sus ojos, que nunca miraban en la misma dirección y le transmitían una realidad distorsionada, casi como la de la televisión.

Con la fama vinieron las conferencias y ahí surgió el verdadero Maestro, que era mucho más socrático que aristotélico. Oírle hablar era casi mejor que leerle. Tenía una voz de locutor de radio de los de antes, de cuando la gente aún se vestía de chaqueta y corbata para oír la radio, porque era como si un trovador de los de antaño se te hubiese metido en el cuarto de estar y hubiese que tratarle con muchos miramientos, no se fuesen a enfadar los caballeros de sus relatos y les diese por incitar a sus caballos a hacer aguas mayores y menores encima de tu alfombra persa. No, la comparación no me sirve. El Maestro era el trovador de los de antaño. Su capacidad para improvisar era infinita, como también lo era su capacidad para ajustarse al humor de cada auditorio y darle la vuelta si hacía falta.

Oyéndole hablar, te dabas cuenta de que la letra impresa está muerta. La verdadera literatura es la que se hace hablando, el cuento que se narra oralmente durante media hora, una hora, y que mañana repetirás, pero ya no será el mismo cuento, porque el auditorio será distinto y el humor del trovador habrá cambiado. Un poema leído por él se convertía en una realidad paralela. Aunque no alterase una sola coma del poema original, parecía una obra completamente nueva y de pronto le encontrábamos significados que no estaban ahí cuando lo leímos la vez anterior.

Poco a poco se fue formando un núcleo de discípulos. La secta, nos llamábamos entre nosotros. Éramos los que habíamos leído todos sus libros y asistíamos a todas sus conferencias en España. No nos importaba coger el coche y hacernos 200 kilómetros, digamos un viernes por la tarde a la salida del trabajo, para oírle hablar en Salamanca sobre el paso del tiempo en la poesía japonesa o en Soria sobre la relación entre alcohol y literatura, que decía guasón que era un tema en el que se había especializado.

Si las conferencias eran magníficas, lo mejor venía después, cuando nos reuníamos en alguna taberna antigua y se convertía en Sócrates, un Sócrates cachondo y deslenguado, que lo había visto todo y ya no se creía nada, que pensaba que el universo era una broma magnífica y absurda, lo que le hacía afirmar que Dios sí que existía, pero que lo que le definía no eran su suprema bondad ni su sabiduría, sino su sentido del humor. Es posible que Groucho Marx y Enrique Jardiel Poncela hubieran sido enviados angélicos suyos y que no lo supimos ver y que hayamos vivido siglos engañados, creyendo que Dios nos había hablado a través de Moisés, Buda, San Pablo o Mahoma. A Jesucristo no le metía en estas disquisiciones, porque decía que había estudiado en un colegio jesuita y allí todo se podía criticar, menos San Ignacio de Loyola y Jesucristo. Por ese orden.

Fue en esas tertulias improvisadas cuando llegamos a conocer el verdadero rostro del Maestro, que puede que tampoco fuera su rostro definitivo, porque el Maestro era un hombre muy reservado que sólo dejaba ver en cada momento un poquito de sí mismo, el poquito que pensaba que demandaba el auditorio. Era como un torero que engaña al toro con la capa, le distrae, hace que se fije en ella, que se fije en cualquier cosa menos en la figura del torero. Así era el Maestro. Intentaba que los fuegos de artificio de su ingenio y de su cultura, nos distrajeran del verdadero Maestro que había por debajo. Pero a eso de las dos de la madrugada, el cansancio y el trasiego de los güisquis, hacía que su teatrillo empezara a desmoronarse y que se le vislumbrara el alma por las costuras de las disquisiciones chispeantes.

En esas horas de la madrugada, el Maestro era un hombre muy tierno y muy necesitado de afecto. Le dolían sus dos divorcios y le dolía no haber tenido hijos, porque en el fondo le hubiera bastado un auditorio de una sola persona, que le hubiera llamado papá. Le dolían todas las paredes con las que se había dado de bruces, buscando el amor, porque siempre había tenido la tendencia a enamorarse de quien no se lo merecía o de quien no estaba interesada por él. Le dolían los años despediciados enseñando cosas que les aburrían a niños igualmente aburridos y le dolía no haber mandado todo aquello al carajo y haberse ido con un petate a recorrer mundo, porque durante muchos años su vida no pasó del instituto de Leganés y del veraneo en un pueblo de Ávila. La fama le trajo viajes y algo más de mundo, pero para entonces ya había perdido el interés y, en todo caso, los hoteles de cuatro estrellas se parecen en todo el mundo y el güisqui sabe igual en todas partes, menos en Albania, que sabe a matarratas porque está todo adulterado. Hacían falta muchos más güisquis y que las manecillas del reloj se acercasen a las tres para que reconociese que le dolía no haber conseguido el Nóbel de Literatura y saber que no lo conseguiría nunca, por más que cada año estuviese en las quinielas. “He escrito poco. Sólo he salido de España para dar conferencias y me apellido Pérez. No basta para que a uno le den el Nóbel.” Le decíamos que no desesperase, que estábamos seguros de que su calidad sería reconocida algún día. “Sí, como la de Borges”, nos cortaba. “Pero mejor que no me lo den, que luego uno tiene mucha presión para que saque su primer libro después de la concesión del Nóbel y todo son invitaciones a dar conferencias y a impartir cursos y ya no queda tiempo para escribir nada”. Esto dicho ahora sin un ápice de ironía por el Maestro que llevaba dos años sin escribir una línea.

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