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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Otro cristianismo (2)

Emilio de Miguel Calabia el

 

Los Padres del Desierto concebían su existencia como un combate, algo que también podemos encontrar en algunos maestros zen. En este combate, la primera virtud es la vigilancia. “Tres virtudes: la vigilancia, la atención de sí mismo y el discernimiento son las guías del alma…” (Poimén). “Para salir vencedor en la «guerra invisible» el monje no debe olvidar una ayuda esencial, que es justo mencionar al lado de la discreción de espíritus y de la dirección espiritual. Me refiero a la vigilancia (…) En efecto, tanto la dirección espiritual como la diacresis [la habilidad para distinguir entre espíritus benéficos y maléficos] serían completamente inútiles si el monje no estuviera siempre alerta, atento a los movimientos del enemigo… (Teófanes el Recluso). Este Teófanes describe los rasgos de esta inteligencia alerta: “… dueña de sí misma, prudente, ponderada, en las antípodas de esa especie de embriaguez mental, que despoja al espíritu de su equilibrio interno…”

La sobriedad es el acompañante de la vigilancia que “con sutileza distingue a los que se presentan, descubriendo sus propósitos, vigilando las maniobras de esos enemigos mortales, reconociendo la intención demoníaca que intentan valiéndose de la imaginación para confundir a nuestro espíritu…” (Hesiquio de Batos). “La sobriedad disipa todo el mal en nosotros, suprime la charlatanería, las injurias, las distracciones y toda su escuela de pasiones sensibles” (Hesiquio de Batos).

¿Y quiénes son esos enemigos? Aunque a menudo hablen de demonios, en el fondo el verdadero enemigo se halla en nuestro interior. Son las pasiones que nos velan nuestra naturaleza verdadera y nos distraen de Dios. “La guerra que los monjes sostienen es una guerra interior, espiritual, «inmaterial», una «guerra invisible». En ella se combaten a enemigos que no se dejan ver, como las pasiones y los demonios, por eso es la más ruda y encarnizada de todas las guerras (…) Si no damos importancia al combate interior, descubriremos que, mientras intentamos eliminar una pasión, otra nos invade” (Teófanes el Recluso).

La imagen de la práctica espiritual como una guerra me hace pensar en aquellos místicos musulmanes, sobre todo sufíes, que hablan de la gran yihad, que es la lucha contra bajos impulsos y pasiones que tenemos. Frente a esta yihad, la yihad exterior de hacer la guerra a los enemigos del Islam sería inferior. En el budismo Maya es la tentadora que trata de distraer a Buda para que abandone la meditación. Pero la verdadera tentación, no está fuera, sino dentro. El odio, el apego y la ignorancia son para el budismo los tres venenos que impiden la iluminación.

El premio de la victoria en este combate es que el asceta se convierte en un ser libre de las pasiones, sobre todo de la pasión irascible y de la concupiscible. Me llama la atención cómo estas dos pasiones se corresponden con dos de los tres venenos del budismo, el odio y el apego. Un monje budista que haya vencido a los tres venenos, ya no genera karma, porque ya no actúa movido por el ego. El monje cristiano que haya vencido a sus pasiones, puede aplicar el agustiniano “Ama y haz lo que quieras”, porque no hay peligro de que su acción, movida por un amor puro, pueda ser pecaminosa.

Tantos esfuerzos y batallas, ¿para qué? Palacios define el objetivo último como la “divinización del hombre”. “Si Dios toma un cuerpo mortal y lo hace inmortal, también el ser humano podrá divinizarse (o santificarse), no sin el cuerpo (…), sino en el cuerpo, con el cuerpo y a través del cuerpo”, dice Palacios que ve en las enseñanzas de los Padres del Desierto “una verdadera y eficaz vía de transfiguración del ser.” Lo de la divinización del hombre no me suena muy conforme con la ortodoxia cristiana. En principio habría pensado que las prácticas de los Padres del Desierto llevan a una suerte de presente intemporal en el que el eremita está constantemente en presencia de Dios:

“Aquellas vivencias me enseñaron que la oración interior produce una copiosa y variada cosecha (…) la certeza de que Dios está presente y de que su Amor todo lo abraza” (El Peregrino Ruso) “La oración del corazón me alegraba tanto que no concebía que se pudiera serlo tanto en la tierra (…) Esta dicha no sólo iluminaba el interior de mi alma, también el mundo exterior me parecía radiante, y todo me llevaba a amar y alabar a Dios…” (Evagrio Póntico). “Me parecía que cada hierba, cada flor, cada espiga de cereal me susurraban misteriosas palabras sobre una esencia divina muy cercana a cada hombre, a cada cosa: hierbas, flores, árboles, tierra, sol, estrellas, a todo el universo” (Spiridon). Esta última cita es preciosa y huele bastante a panteísmo. Dios presente en toda su creación, inmanente a ella y el hombre divinizado en tanto que criatura de Dios. Como digo, no estoy seguro de entender plenamente el concepto de divinización del hombre, pero algunos de los Padres del Desierto sí que lo tenían claro:

“La acción del acción del Espíritu transforma profundamente al hombre interior. Lo diviniza, lo deifica. El hombre espiritual es la réplica cristiana del hombre divino, el imposible ideal pagano soñado a la vez por el pueblo y por la minoría de los filósofos” (Teófanes el Recluso). “El Verbo se hizo hombre para hacernos divinos” (Atanasio el Patriarca). “Solamente si el hombre se purifica de la maldad que había contraído con el pecado, si retorna a la natural belleza y, como imagen de un rey, vuelve por la pureza a la primitiva forma, sólo entonces podrá acercarse al Paráclito. Y Él, como el Sol, alcanzando el ojo que está limpio, te mostrará en sí mismo la imagen del que no se puede ver. En la bienaventurada contemplación de su imagen verás la inefable hermosura del arquetipo.” (Basilio el Grande) “Dios se manifiesta al espíritu en el corazón, primero para purificar a quien lo ama, luego como una luz que hace resplandecer el espíritu y lo vuelve deiforme” (Juan Clímaco).

En estas y otras citas de los Padres del Desierto no parece que el pecado original tenga mucho lugar. Sí, tenemos las pasiones que nos trastornan y nos incitan al pecado, pero no encuentro la tendencia innata al mal con la que nacemos, según la teología agustiniana. Es más que parecería que lo verdaderamente innato fuera más bien la capacidad de ser divinizados.

Puede que mi lectura peque de optimista, pero en esta idea de divinización del ser humano encuentro muchas concomitancias con el concepto budista de la naturaleza búdica. Esta doctrina dice que todos los seres poseen ya la mente iluminada, pero son las obscuraciones de las pasiones y la ignorancia las que impiden que sean conscientes de ella.

Después de toda una infancia torturado con la idea de que había nacido manchado por el pecado original, como que me anima saber que puedo ser divinizado y que tengo la naturaleza búdica inherente en mí.

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