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Manual de instrucciones para sobrevivir a un gran amor (2)

Emilio de Miguel Calabia el

Regla 4: Háblales a todos tus amigos de la ruptura y de lo mal que te sientes. No sé por qué me molesto en darte esta regla. Lo ibas a hacer de todas las maneras

El amor tiene muchas cosas bonitas. Una de ellas es que hay una persona en el mundo masajeando continuamente a tu pequeño narciso. No habías sentido que eras el centro de atención de otra persona de esta manera desde que tenías cinco años y tu madre te leía cuentos a la hora de dormir. Pero esto del amor es mucho mejor. Tu madre no te masajeaba el ego, más bien lo utilizaba de punching ball. Y luego está la historia del sexo, que evidentemente no entraba en aquella ecuación, a menos que te llamases Edipo. Tener pareja es mucho mejor que tener madre. Lo único es que muchas parejas vienen con fecha de caducidad. Las madres no la tienen, aunque a veces desearías que la tuvieran. A veces he pensado que las madres fueron una invención de un psicoanalista argentino que necesitaba ganarse la vida. Pero bueno, me estoy saliendo de tema y es que si hay algo sobre lo que me explaye con más entusiasmo que sobre mis penas sentimentales, eso es mi madre.

Cuando estabas emparejado, eras el centro de la vida sentimental de tu pareja. Ahora que ya no lo estás, tu pequeño narciso puede seguir siendo el centro de atención, que es lo que siempre ha querido. No tienes más que llamar una por una a todas tus amistades y contarles lo que estás sufriendo. Obtendrás muchas de las cosas que te daba tu pareja: atención, consuelo, mimitos. Con suerte puede que hasta consigas sexo. No será un gran sexo, que el sexo por compasión no suele prestarse a grandes alardes eróticos, pero siempre será mejor que tu mano. Tu mano, después de la eyaculación, no suele preguntarte si te sientes mejor.

Contarles a todos tus amigos tu ruptura y lo mucho que sufres, ayuda a sanarte. Cuando se lo hayas contado a cinco, empezarás a pensar que tal vez sean un poco llorica y te vuelvas un poco más circunspecto. Cuando lleves diez oidores, te dirás que eres un disco rallado y tú mismo empezarás a decirte que estás aburrido de contar la misma historia una y otra vez. Es más, puede que para entonces la hayas cronometrado y ya sepas que necesitas diecisiete minutos y treinta y nueve segundos para contarla; veintiún minutos, cinco segundos, si se trata de ese amigo un poco cotilla, que quiere conocer todos los detalles. Cuando se la hayas contado a veinte amigos, serán éstos los que te digan que eres un llorica y un disco rallado. Para entonces puede que una nueva relación haya empezado a perfilarse en el horizonte y el relato de tu ruptura ya no te interese tanto. Ahora ha llegado el momento de aburrir a tus amigos con la historia de cómo de enamorado estás, pero eso cae fuera de este manual.

A los tres días de la ruptura, conté los amigos que tengo. Incondicionales, creo que cinco. Amigos a los que veo regularmente y que me tienen mucha simpatía, unos quince. Amigos de circunstancias, pero a los que caigo lo sufientemente bien como para que me aguanten cuando me pongo pelma, puede que veinticinco. O sea, que me salían en torno a 45. Bien repartidos, a razón de tres diarios o cuatro los días de más bajón, tenía para de doce a quince jornadas de llanto. Un poco escaso, acaso tuviera que racionar los llantos a una o dos sesiones diarias para que me durasen al menos un mes. Bueno, podía ser peor. He visto a gente con mal de amores dándole la chapa al vecino de asiento en el metro o al ancianito que da pan a las palomas en un banco del parque.

Después de dos años como Perita en Dulce, yo era un llorica de mucha calidad. Sabía ponerle sentimiento a la historia y hasta había elaborado unos cuantos chistes autodeprecatorios para que el público se riera y no se me aburriera demasiado. Mi favorito era que Ana no quería que saliera de su vida, sólo que me apartara un poco para darle espacio, tanto como de aquí a Madagascar. Esos chistes incluso me animaban a mí y reconozco que al final hasta me divertía contar mi ruptura con Ana.

Pero de todo se cansa uno y llegó el día en que me cansé de hablar de Ana. Todo era tan previsible. Sabía en qué momento pondría voz lacrimógena, qué juego de palabras iría en el minuto cinco cincuenta y que entonación dar a lo de Madagascar. Dejó de divertirme contar la historia y tuve suerte de cansarme de contarla cinco minutos antes de que mis amigos se cansaran de escucharla.

Regla 5: El proceso del duelo no tiene cinco etapas. Tiene tres: amor, odio, indiferencia

Te han vendido que el proceso del duelo amoroso tiene cinco etapas. Primero es la etapa de la negación. Te acaba de decir que te deja y piensas que es un arrebato, una locura temporal de esas que le venía cuando tenía el síndrome premenstrual y te montaba una porque el domingo habías quedado con los amigotes para ver el fútbol en lugar de salir con ella al cine. Te acaba de decir que te deja y que tiene una nueva pareja. Y te dices que no durará ni dos días, que lo ha dicho para darte celos, para chincharte porque volviste a irte al fútbol con los amigotes el domingo por la tarde. Te acaba de decir que te deja, que tiene una nueva pareja y te los has cruzado amartelados por el parque… la idea de que te ha dejado por otro empieza a calar. Por primera vez te dices que tal vez haya llegado el momento de cambiar tu estatus sentimental en tu perfil de facebook.

Luego viene la etapa de la ira. La odias porque te ha dejado, por todo el daño que te ha hecho, porque no te dio una segunda oportunidad,- bueno tal vez en tu caso hubiera sido una vigésima oportunidad, pero jode que no te haya dado otra oportunidad, advirtiéndote de que esta vez sí que era la última palabrita del Niño Jesús. La odias por llamarse Margarita y porque ya no podrás pedir una margarita en un restaurante mexicano sin añorarla. La odias porque hubo un día que te dijo que te quería mucho y que nunca te haría daño y sin embargo te lo ha hecho. La odias porque nunca dijo que te quisiera mucho y te advirtió de que te haría daño. La odias por llamarse Ana, que es un nombre que rima con demasiadas cosas que en el futuro cuando las oigas decir, la añorarás. La odias porque te ha dejado por un hombre que es más guapo, más listo y más rico que tú y eso ha hecho que te sientas una mierdecilla. La odias porque te ha dejado por un hombre que es más feo, más tonto y más pobre que tú y eso ha hecho que te sientas una mierdecilla. La odias por llamarse Luzviminda, que no rima con casi nada, por lo que no tendrás ocasión de añorarla, o tal vez sí, que la puedes añorar cada vez que oigas una palabra que NO rime con Luzviminda. La odias con la misma fuerza con la que la amabas.

La tercera es la etapa de la negociación, cuando aún te crees que hay algo que puedes hacer para cambiar la situación. “Tal vez si me dejo barba como el huevón con el que ha empezado a salir, volverá conmigo.” “Le prometeré que nunca más me olvidaré de cuándo es su cumpleaños.” “Le propondré un viaje por los Dolomitas.” “No volveré a hablarle de fútbol”… No te esfuerces. El momento de negociar era antes de que te dejara. Ahora que está en la última fila del cine manoseándose con el nuevo, no regresaría contigo ni aunque aparecieras con la llave de un Lamborghini y el voucher de un hotel en la riviera francesa. Ni la promesa de que no compararás su comida con la que prepara tu madre puede funcionar ya.

Entonces llega la etapa de la depresión. Has comprendido que se ha terminado, que es el fin, la fin, the end, das Ende, konets, set laeew. Se terminó y ahora sí que entiendes todas las partes de “se terminó”. Podrías escribir una enciclopedia sobre el término “se terminó”. Pero no la escribes, porque prefieres estar tumbado en la cama oyendo esa canción de Amaral que a ella le gustaba tanto, con las persianas echadas, proyectando en tu cerebro la colección de las diapositivas de todos los momentos buenos que pasasteis juntos. Te dices que quisieras que tanto dolor pasase ya y te imaginas tirándote por la ventana. Un instante y todo ese dolor habrá pasado y encima con el bonus de que ella se sentirá tremendamente culpable. Sí, piensas en tirarte por la ventana y entonces te levantas, te vas a la nevera y de una sentada te zampas ese bote de un litro de helado de vainilla con nueces de macadamia.

Si superaste las tentaciones de merodear por su portal a las tres de la madrugada, de luchar para que tu página web consiga dos millones de seguidores simplemente para lanzar el mensaje de “Ana es una puta”, de tatuarte en la frente “Ana, te echo mucho de menos” con la esperanza de que así vuelva y de comerte todos los yogures caducados de la nevera a ver si así la palmas, llegará una mañana en la que habrás dejado de pensar en ella, en que habrás entendido que vuestra relación no volverá y en que te sentirás libre y alegre y saldrás a la calle a buscar una nueva compañera. Ésa es la etapa de la etapa de la aceptación. Enhorabuena. Te has graduado con honores en la Escuela del Duelo. La mala noticia es que lo de las cinco etapas del proceso de duelo se lo inventaron los libros de autoayuda y unos cuantos psicólogos que no sabían cómo decir a sus clientes que posiblemente la ruptura les escociese durante mucho tiempo, tal vez durante todo lo que les quedase de vida, pero que no se preocupasen, que una ruptura es como unas hemorroides, algo que jode, pero de lo que nadie se muere, salvo aquellos que no la superan y se tiran por la ventana o se atiborran de yogures caducados y…

No hay proceso del duelo. Acaso una mañana te despiertes recordando que has soñado con ella. Íbais por la calle hombro con hombro, pero sin estrecharos las manos. Charlábais animadamente, pero sentías que había silencios incómodos, cosas que no os estábais diciendo. Llegáis a un semáforo en rojo y aquí os dais la mano. Eso te llena de felicidad. Fin del sueño. Te despiertas añorándola. Te duchas pensando que aún podrías recuperarla, que no estás sabiendo encontrar esa palabra, ese gesto, que tocarían su corazón. Piensas en lo que podría ser, mientras el agua cae y te moja la cabeza, el pecho, la tripa, los genitales, los pies… Desayunas y al morder la tostada con mantequilla, te dices que es una cerda, que se ha portado contigo fatal. Es una narcisista, que va dejando tras de sí corazones devastados, es una división panzer de caprichos, un caballo de Atila sentimental; por donde ella pasa no vuelve a crecer el amor puro, sino ese amor enviciado, producto de mil cicatrices y desengaños. Sales de casa dando un portazo y sientes que no tenga ella su mano en la puerta para fracturarle los dedos. Caminas por la calle, ves pasar a una chica guapa y estilosa. Te olvidas de ella. Llegas al trabajo a esa hora en la que ella te solía llamar y te preguntaba por cómo ha sido el inicio de tu jornada y te hablaba de la suya. Recuerdas sus llamadas y sientes una llamarada de amor y te dices que la recuperarás y… suena el teléfono, es Jiménez que te pide unos albaranes y al colgar recuerdas otra vez que la has perdido para siempre y te echarías a llorar si no tuvieras que ocuparte de los dichosos albaranes de Jiménez…

Y así día tras día. No hay cinco etapas, sino amor, odio e indiferencia, que se van alternando en un ritmo infernal. Si tienes suerte, de los tres al final sólo quedará la indiferencia.

Fui a un terapeuta. Se llamaba Francisco. Me cobraba lo mismo que me hubiera cobrado una puta por media hora y no sé si los resultados eran igual de satisfactorios. Francisco me decía que yo era un narcisista, un quejica, que no soportaba los embates de la fortuna, que no valoraba la suerte que tenía de estar sano, tener un trabajo estable y un buen círculo de amigos. O sea, me decía lo mismo que me decía mi madre y encima me cobraba por decírmelo.

Le mandé a paseo el día que me recomendó llevar un diario de mis sentimientos acerca de la ruptura y de releerlo regularmente. “Al releerlo, seguramente te encontrarás con una retahíla de lamentos melodramáticos. Releyéndolo noche tras noche, tú mismo acabarás aburriéndote de tus lloriqueos y te dirás que tienes que ponerles fin. Lo mejor es que, cuando llegues a ese punto de hastío contigo mismo y con tu dolor, empezarás a darte cuenta de que la mayor parte de tu sufrimiento es autoinfligido y que no es que te duela la pérdida de tu novia. Lo que pasa es que al narciso que llevas dentro le encantan el melodrama y la autocompasión.”

Ya llevaba yo semanas escribiendo un diario, que releía regularmente para sufrir un poquito todas las noches antes de acostarme. Me jodió que en tres semanas hubiera llegado a conocerme tan bien como mi madre. Dejé de ir.

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