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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Ha muerto el padrecito Stalin

Emilio de Miguel Calabia el

Aunque era un día de marzo, amaneció oscuro y frío como si fuera enero. Ese día el termómetro de la cocina marcaba 16 grados dentro de casa, aunque Natasha nunca se fió del todo de él.

Esa mañana optó por no ducharse. No sabía qué temperatura tendría el agua y tampoco quería comprobarla. Desayunó achicoria en la que mojó pan negro con mantequilla. Se puso el abrigo y las botas de goma, cogió la bolsa de la compra que siempre tenía a mano y salió a la calle.

El viento soplaba fuerte. Le vino a la cabeza que el viento también había soplado muy fuerte en el otoño del 41, cuando los alemanes avanzaban a toda velocidad sobre Moscú y parecía que nada podría detenerlos. Un par de hojas del Pravda volaron por el cielo. Con el vendaval, el ulular de las sirenas de las fábricas sonaba fantasmagórico, como si viniera de muy lejos.

Apenas entró en la fábrica, sintió que no era un día como los demás. Había una extraña tensión en el aire. Se cambiaron y se colocaron ante las máquinas como todos los días en un silencio espeso. A las nueve los capataces pasaron por las filas, diciéndoles que podían irse a casa. No hubo risas, ni expresiones de satisfacción. Dejaron las herramientas en los bancos y salieron pausadamente de la sala.

Natasha decidió aprovechar la salida temprana para hacer la compra. Corrió hasta la esquina, temerosa de que otras de sus compañeras no hubiesen tenido la misma idea. Al doblar la calle se encontró con que el economato estaba cerrado. Un golpe de viento la hizo trastabillar.

Volvió a casa con una angustia que no podía definir. Era como si el corazón hubiese ocupado el lugar de los pulmones y todo su torso fuera un gran latido y el estómago por simpatía se había puesto a vibrar. Para calmarse trató de pensar en lo que cocinaría para la noche, para cuando Pavel y Misha volvieran.

Encendió la radio, para que le hiciese compañía mientras pelaba patatas. En lugar de la voz familiar de Marija Ivanovna, se encontró con el ritmo marcial de una marcha militar. Desconcertada, giró el dial. En todas las emisoras había sonaba el mismo tipo de música. “Ay”, musitó y le entraron ganas de llorar.

Al rato llegaron su marido y su hijo. Tenían las mejillas rojas por el frío y los ojos como llorosos, tal vez por el viento, o tal vez no. Y por cómo se movían, supo que también en sus pechos el corazón se les había agrandado y había ocupado el lugar de los pulmones.

A las once, finalmente, se interrumpieron las marchas militares y les sucedió el soniquete de los informativos. En cuanto oyeron la voz de Yuri Levitan, que era la voz de las grandes ocasiones, supieron lo que iban a oír. “Camaradas. Hoy es un día muy triste para la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. El camarada Stalin ha muerto”.

Se quedaron un momento en silencio, petrificados. Un momento después se abrazaron y se echaron a llorar. “¿Qué va a ser de nosotros y de nuestro país?”, solllozó Pavel. “¿Ahora que el padrecito no está, nos invadirán los americanos?”, preguntó Misha.

Natasha también lloraba, pero de pronto la imagen que se le vino a la cabeza no fue la del padrecito, sino la de su abuelo, que le contaba historias a la hora de acostarse y era alto y amable y una noche del invierno de 1937 se lo llevaron y no volvió a saber de él.

Llamaron a la puerta. Eran Nikolai y Larisa. Tenían los ojos rojos de haber llorado. “¿Lo sabéis ya?” “Sí”, respondió tristemente Pavel y nuevas lágrimas le corrieron por las mejillas.

Natasha fue a la cocina para preparar té para todos. Estaba triste y con ganas de llorar, pero había algo más, algo incómodo que no quería salir a la luz, algo que le oprimía la boca del estómago, pero que no era pesar, al menos no el pesar que los otros sentían. Pavel, Nikolai y Larisa entraron en la cocina. Nikolai y Larisa se sentaron en dos taburetes y Pavel se quedó de pie, recostado contra la pila de lavar.

“Yo iba a todos los desfiles del 9 de mayo sólo por verle, aunque casi nunca lo conseguía”, recordó Nikolai.

“ Yo vi pasar una vez su caravana en Naberezhnaya, cerca de la piscina al aire libre”, evocó Larisa. “Juro que durante unos instantes pude verle a través de la ventanilla del coche. Tenía una sonrisa muy hermosa”.

“Ha sido el mayor líder que ha tenido nuestro país en el siglo XX, no, en la Historia”, subrayó enfático Pavel.

“Stalin era, era…” No le venían las palabras a Natasha. En su lugar, recordó dos versos de un poema que en el 39 le enseñó su amiga Irina, encareciéndole que no lo repitiese. “Sus bigotes de cucaracha parecen reír/ y relumbran las cañas de sus botas.” Sintió que una emoción extraña la embargaba, algo que le ponía un nudo en la garganta. Su voz se rompió en un sollozo.

Pavel se acercó y la abrazó. “Entiendo lo que sientes, porque yo también…”. No pudo terminar la frase. Él también sentía una bola de tristeza subiéndole desde el estómago.

“Os vais a reír”, dijo Larisa, mezclando alegría y tristeza, “pero lo que más me gustaba del padrecito Stalin eran sus bigotes. Me enternecían. Me recordaban a los de mi abuelito.”

Natasha se puso a llorar abiertamente. Su abuelito no tenía bigotes, sino una calva reluciente, que se acariciaba cuando pensaba intensamente sobre algo. Pavel la estrechó con más fuerza y dos lagrimones le corrieron por las mejillas.

Silbó la tetera. Natasha la retiró del fuego, sirvió el té en tres pocillos y los fue pasando a los demás.

“Él nos condujo a la victoria contra los invasores nazis”. Era Nikolai, vibrante de emoción. “Aún recuerdo su discurso del 7 de noviembre del 41. Lo tengo grabado en la memoria: ‘Camaradas, hombres del Ejército Rojo y de la Armada Roja,” – comenzó a recitar con voz marcial. Era tan grotesco el contraste entre su tono y las lágrimas de Pavel y de Natasha, que éstos dejaron de llorar- “comandantes e instructores políticos, obreros y obreras, granjeros y granjeras colectivos, trabajadores de las profesiones intelectuales, hermanos y hermanas en la retaguardia de nuestro enemigo que han caído temporalmente bajo el yugo de los bandidos alemanes, y nuestros guerrilleros y guerrilleras valientes que están destrozando la retaguardia de los invasores alemanes.”

“A mi camarada Elena, Stalin en persona le impuso la Medalla de Maternidad de segunda clase en el 46.” Rememoró Larisa. “Para entonces tres de sus cinco hijos ya estaban muertos. Habían muerto en el 41 lanzando cócteles molotov contra los tanques alemanes en las afuerzas de Kiev. Y ninguno de los tres superaba los dieciseis años.”

“Stalin nos enseñó a ser un pueblo aguerrido y que si estábamos unidos, nadie podría vencernos,” Pavel dijo, secándose los lagrimones de la cara. “Yo estuve en diciembre del 41 cavando zanjas antitanques en las afueras de Moscú. Hacía frío y pasábamos mucha hambre, pero nunca nos importó.”

“A mí me gustaba mucho esa poesía de Avidenko, que empezaba diciendo: Oh gran Stalin,/ oh líder de los pueblos…”- dijo Larisa y al momento su marido continuó con el recitado.

“Tú que hiciste que el hombre naciera./ Tú que fructificas la tierra,/ tú que restauras los siglos…” y así siguió subiendo cada vez más la voz e hinchando el pecho, hasta que retombó en los versos finales: “Tú, esplendor de mi primavera,/ oh tú, sol reflejado por millones de corazones.”

Natasha sintió que el nudo en el estómago se le hacía cada vez más grande. Aunque todos estaban con jersey en la cocina, tenía mucho calor. Respiraba entrecortada, como si le costase trabajo coger aire. Se levantó.

– Me voy a tirar la basura.

– ¿Ahora?- preguntó Pavel un poco extrañado.- Déjalo para luego.

– No.

Cogió la bolsa. Era cierto que estaba medio llena y que seguramente hubiera podido esperar hasta el día siguiente. Antes de que Pavel volviera a insistir, salió de casa. Con las prisas se le olvidó ponerse el abrigo.

Los cubos de basura del edificio estaban en la esquina que daba al descampado, un campo de hierbas donde campaban los gatos callejeros y las ratas. Nunca iba de noche a tirar la basura. Se oían ruídos, maullidos, chirridos que acaso fueran de las ratas. Le daba miedo.

Cuando llegó donde los cubos, se encontró con un gato negro medio adormilado en la tapa de uno. Era un gato grande y viejo, con unos bigotes muy largos y espesos. Dejó la bolsa en el suelo. Se abalanzó sobre el gato. Fue tan rápido, que el gato no tuvo tiempo de reaccionar. Natasha lo tenía cogido por el cuello y suspendido en el aire. Tomó aire y le propinó una parada salvaje. El gato salió volando. En ese momento, dejó de sentir el nudo en el estómago.

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