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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

Los nuevos vecinos del 5° derecha

Emilio de Miguel Calabia el

Tan pronto vimos aparecer a los nuevos vecinos del 5° derecha supimos que nos darían mucho juego y es que los de siempre ya estábamos aburridos de vernos las caras y de oír siempre las mismas historias, que si el niño de los del cuarto izquierda le había dado una patada al hijo de los del sexto derecha y le había hecho un cardenal impresionante, que si el del segundo izquierda nunca aparcaba el coche como era debido y acababa metiendo la rueda en la plaza del de al lado, que si la hija adolescente de los del séptimo izquierda montaba unos fiestones cuando se iban sus padres, que no había quién durmiera…

Se llamaban Ramón y Marisa. Él era de estatura media, delgado y estaba empezando a quedarse calvo. Llevaba gafas de montura barata, que le daban un aspecto de búho. Hubiera podido pasar por un archivero o por el administrador de una comunidad de vecinos. Pero debía de tener un trabajo de más enjundia porque conducía un Jaguar y los domingos a la hora del aperitivo se les podía ver poniéndose tibios de percebes en el Mesón del Gallego.

Por mucho dinero que tuviera, se le veía tan gris y tan sosaina que no cuadraba nada verle con su esposa, una rubia explosiva, que no se operaba las tetas ni los labios porque no lo necesitaba. Que los labios no necesitaban operación saltaba a la vista y lo de las tetas nos lo hacía notar poniéndose unas camisetas ajustadas que dejaban ver el ombligo.

Todos convinimos en que pertenecía al género zorrón, pero nunca nos quedó claro a cuál de sus subgéneros. No parecía del tipo zorrón-bar de carretera; tenía sus modales. Te abría la puerta del ascensor, si te veía cargado de bultos, y hacía carantoñas a los niños pequeños. Tampoco parecía zorrón-escort, que el del séptimo izquierda que había viajado, nos explicó que es como llaman ahora a lo que mi abuelo llamaba “cortesanas”. Nos explicó que los zorrones-escort hablan inglés y cogen las copas de champán levantando el dedo meñique. No había más que ver a Marisa echándose al coleto un botellín de cerveza tras otro los domingos, para entender que de levantar el meñique nada de nada. Por eliminación, acabamos decidiendo que debía pertenecer al subgénero de secretaria zorrona-trepa, lo que a él le convertía en empresario que sabe hacer dinero y que en todos los demás dominios se sorbe los mocos y no pilla una.

Teníamos claro que ella estaba con él por su dinero y que él estaba que bebía los vientos por ella. Pero cuando nos cruzábamos por el barrio, él pasándole la el brazo por la cadera, o cuando los veíamos sentados en la terraza de El Castellano, besándose apasionadamente, nuestras seguridades se venían abajo.

– ¿Y si resulta que ella le quiere de verdad después de todo?- comentaba José, el del primero derecha, que a pesar de veinticinco años de matrimonio seguía creyendo en el amor conyugal.

– ¿Pero no has visto que es rubia de bote?- le rebatía Encarna, la viuda del séptimo derecha.- Ésas nunca se enamoran.- Y se quedaba tan pancha, convencida de que hay una relación casi metafísica entre el amor y los tintes del pelo.

– Y que lo diga, Encarna- apoyaba María, la esposa de José, que siempre adoptaba por principio la postura opuesta a la de su marido.- Una mujer con esa pinta de zorrón no puede querer sinceramente a un hombre así.- Y lo decía con tanta vehemencia que ni por un momento se le pasaba por la cabeza que Ramón tenía un aire a José, cuando era más joven. Claro que María, pinta de zorrón nada y bien que le hubiera gustado.

La casa se dividió entre quienes afirmaban que el amor de Marisa era genuino, que eran los menos, y los que la tachaban de bruja interesada. Yo me alineaba con los segundos, más que nada porque mi mujer se había tomado un interés muy personal por Ramón y Marisa. Marisa le recordaba a la lagarta que le robó el marido a su hermana.

Fue Covadonga, la del séptimo izquierda, la que nos vino a sacar de dudas. Una tarde apareció por el portal toda alborotada. Había visto a Marisa en una cafetería de la calle Orense. Iba con un tío musculitos, de barba recortada y bien cuidada, camiseta ceñida para mostrar músculo y gesto displicente, de persona de que desprecia a la mitad del género humano porque no está a su altura y a la otra mitad la ignora, porque ni tan si quiera está seguro de que el calificativo de humano le corresponda. Los dos se estaban besando apasionadamente- “veintitrés segundos duró uno de los besos, que lo cronometré”, subrayó Covadonga que, como trabajaba en el Instituto Nacional de Estadística, sentía debilidad por los números,- y él tenía la mano puesta en el muslo de ella a una altura tal que ya más que muslo era ingle.

Entonces vino la discusión sobre si Ramón lo sabría. Miguel, el jubilado del tercero derecha, afirmaba enfático que sí, que cuando uno se casa con una mujer de bandera, sabe que la tiene que compartir, que eso es parte del negocio. Pero Miguel tenía opiniones muy suyas desde que su mujer le dejó por un limpiaventanas y sea dicho que su esposa no era ni mujer de banderín. La opinión que prevaleció fue que Ramón no lo sabía y hubo consenso en que alguien se lo tendría que decir.

Es muy bueno que una comunidad de vecinos cuente con alguien como Doña Maruja, la del segundo izquierda, que convierten en un deber de conciencia el dar malas noticias. Bueno, eso es lo que dice ella, que yo siempre pensé que en el fondo le gusta y que es más placer que otra cosa. Doña Maruja se presentó voluntaria y nadie le discutió el puesto.

Más tarde nos contaría Doña Maruja que al día siguiente se hizo la encontradiza con Ramón, cuando volvía del trabajo. Le cogió del brazo y se lo llevó con misterio a un rincón del portal. Ramón era tan inocente que igual creyó que le quería avisar de que llevaba la bragueta abierta e hizo ademán de llevarse la mano al pantalón. Doña Maruja fue directa al grano:

– Ramón, ¿sabe dónde estaba su mujer la tarde del martes?

– No, no le suelo preguntar adónde va.

– Estaba en una cafetería de la calle Orense… con un hombre.

– Sería algún amigo. Marisa es muy sociable.

– Le estaba dando besos.

– También es muy cariñosa.

– Eran besos a tornillo. Hubo uno que duró cuarenta y tres segundos.- Doña Maruja no tenía precio para dar malas noticias, pero a veces se le iba la mano exagerando.

Nos dijo Doña Maruja que ahí Ramón se puso pálido y que le entró una especie de tembleque que creyó que se caía. Balbució algo y salió corriendo escaleras arriba.

Ramón podía ser inocente y poco avispado, pero discreto lo era un rato. La noche de la revelación no hubo en su apartamento ni gritos, ni llantos, ni platos que se rompen, ni portazos. Nada. Bien lo sé que de las diez a las once y media mi mujer y yo estuvimos con la oreja pegada al tabique por si oíamos algo, que digo yo que algo hubiéramos debido de oír si hubiese habido escándalo.

Dos días después, estábamos en el portal charlando con Doña Maruja, cuando entró Ramón. Iba sonriente como de costumbre, con la cara de bendito de alguien que todavía no se ha enterado de que le han puesto unos cuernos de aquí a Soria.

– ¿Qué tal, Ramón?- le preguntó Doña Maruja con un poco de retintín.

– Muy bien, Gracias.

– ¿Y de eso que hablamos la otra tarde?

– Todo aclarado. Hablé con mi mujer. Resulta que somos una pareja abierta y que yo no me había enterado.

 

 

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