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Blogs Bukubuku por Emilio de Miguel Calabia

La Unión Soviética y nosotros que la quisimos tanto

Emilio de Miguel Calabia el

Yo me crié con la idea de que la Unión Soviética era el imperio del mal. Un gulag de más de 290 millones de personas, de las que casi todas estaban deseando escapar. Los que no querían escapar era bien porque pertenecían a la Nomenklatura y se lo pasaban muy bien bajo el comunismo, bien porque eran del KGB y tenían como trabajo impedir que sus compatriotas escapasen.

Recientemente leí “El fin del Homo Sovieticus” de Svetlana Aleksiévich y descubrí que no, que había muchos rusos que veían la Unión Soviética como un factor de progreso de la Humanidad, que se sentían orgullosos de que su patria hubiera derrotado a los ejércitos nazis en 1945, que habían sido educados en la austeridad y el sacrificio y que aceptaban la falta de bienes de consumo a cambio de vivir en una sociedad igualitaria.

“Mi padre solía recordar que su fe en el comunismo surgió a raíz del vuelo de Yuri Gagarin. «¡Hemos sido los primeros! ¡Somos capaces de todo!»se dijo.”

“Yo nací en la URSS y me gustaba el país donde vivía. Mi padre, comunista, me enseñó las primeras letras sirviéndose de las páginas del Pravda.

“Yo nací soviética… Mi abuela no creía en Dios, pero creía en el comunismo. Y papá estuvo esperando la vuelta del socialismo hasta el mismísimo día de su muerte.”

“El socialismo el algo más que el Gulag, los soplones y el Telón de Acero. El socialismo es un mundo justo, luminoso, donde todo se comparte a partes iguales, donde se lamenta y se tiene compasión por los desfavorecidos, donde no prima la idea de apoderarse de lo ajeno a toda costa.”

Y así, decenas de ciudadanos anónimos van pasando por las páginas del libro de Aleksiévich, añorando la URSS. No niegan los gulags; de hecho, algunos de los más firmes defensores del comunismo habían pasado por ellos y, sin embargo, habían mantenido su fe en el sistema. Reconocen la carestía de bienes, el espionaje omnipresente a los ciudadanos y aun así estaban contentos de vivir en la URSS.

Bastantes de ellos se ilusionaron con Gorbachov. Pensaban que había venido a arreglar las cosas que no funcionaban. Lo que no se imaginaban es que se convertiría en el enterrador de la URSS. Los años 90 los vivirían como un desastre: la gran patria rota en una docena de repúblicas independientes; la irrupción de un capitalismo salvaje y sin piedad; el cambio de valores: adiós la solidaridad proletaria, adiós al respeto por la cultura, al deseo de cambiar el mundo a base de lecturas, hola Don Dinero; la marginación de los débiles, de los que no supieron o pudieron subirse al carro capitalista… Y lo peor: tratar de explicarles a las nuevas generaciones que la URSS era un sitio en el que merecía la pena vivir y por la que merecía la pena luchar. Existe un nombre para los que no han sabido adaptarse a los nuevos tiempos y aún añoran la URSS: “sovok”.

También pasan por las páginas del libro quienes no añoran el comunismo y están encantados de que se haya terminado un sistema que les constreñía, pero son los menos. No sé si la preponderancia de los que echan de menos la URSS responde a una realidad sociológica o es un efecto querido por Aleksiévich. La nostalgia siempre ha sido más literaria.

En todo caso, Aleksiévich consigue el efecto que buscaba. Uno cierra el libro dándose cuenta de que para muchos de sus ciudadanos la URSS no fue el imperio del mal, sino un paraíso inocente y en construcción, donde eran ingenuos, idealistas y más jóvenes.

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