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Blogs Música para la NASA. por Álvaro Alonso

Las venas abiertas de Germán Coppini

Las venas abiertas de Germán Coppini
Álvaro Alonso el

Ernesto Coppini, el hermano pequeño de Germán, fue una de esas pocas personas que se tomaban la vida como militancia. Pero no una militancia al uso, sino más bien una militancia estética, haciendo de su vida una línea estrecha, cerrada, como una columna bélica lanza en ristre preparada en la vanguardia para abrir una grieta en el frente enemigo. Era callado, sonriente, bueno. Una noche se durmió y no volvió a despertar. Se fue sin andar molestando. Como se ha ido estas navidades Germán.

Siempre con su indumentaria de rude boy, cazadora adornada de parches, boogies, tupé, a cualquier hora del día Ernesto exhibía su transgresión pacífica pero firme por las calles del centro de Santander. No estaba solo, eran una pequeña tropa de locos iluminados que formarían un grupo llamado Las Manos de Orlac, que quedó en Las Manos, con Nacho Mastretta, Jesús Bombín, Manolo Raba y Ernesto Coppini. Y un quinto miembro en la sombra, un singular musicólogo desconocido llamado Luis Avín. Las Manos llegaron a grabar uno de los discos más originales de los ochenta incorporando de manera absolutamente pionera en España los ritmos del boogaloo, el latin soul, el jazz soul, el raggamuffin´ e incluso ritmos africanos, cuando por aquí nadie se había atrevido a reivindicar a La Lupe, Willie Colon, Héctor Lavoe, Willie Bobo, The Beginning of The End, las grandezas de Lionel Richie o lo tremendamente bueno que era Stevie Wonder.

Aquellos locos iluminados se consideraban a sí mismos “fundamentalistas de la música disco“, y su adoración por los discos de los Jackson Five era completamente sincera. Desde luego su bagaje musical era mucho más amplio, desde los Mar-Keys -el instrumental “Last Night” era uno de sus temas estrella en los directos- a Don Byron, de Shabba Ranks a David Peaston. Como suele ocurrir en lugares alejados de la capital como Santander, tan cerca de Inglaterra y, a la vez tan lejos, la desidia llevaba a la investigación. Y, a su manera, a la vanguardia del pop en España.

Germán Coppini era fan de las Manos, un miembro más en aquel proyecto truncado por la poca visión de la industria ante un fenómeno tan innovador. Al poco, de Reino Unido llegaría Talkin´ Loud y la fiebre del acid jazz, al tiempo que Verve y Blue Note abrían sus catálogos de grabaciones incunables a precios irrisorios. Todavía recuerdo cruzar la Gran Vía y llegar a las puertas del Madrid Rock –celosamente guardadas por los perennes heavy-prog cuyo oficio parecía ser el de estar ahí de palique-, ir al fondo, subir las escaleras a la segunda planta y hacerme con todas aquellas joyas por cuatro perras. Las Manos recitaban: “los tiempos están cambiando”. Pero no fue así la historia, llegaron demasiado pronto, unos pasos por delante.

A Germán Coppini, digo, le fascinaba la propuesta de estos locos iluminados que traían de las cavernas el secreto hermético del jazz mezclado con el beat, el son, la descarga, el tumbao y el soul en ese fenómeno que creció en el Bronx de los años sesenta y que recibió el nombre de boogalooA raíz de Pérez Prado hasta llegar a Tito Puente, con La Lupe, Joe Cuba, Eddie Palmieri  y el afrofilipino Joe Bataan como grandes embajadores de la lucha por la vida en El Barrio. Un fenómeno como para perderse, por su densidad y acumulación de material grabado de alta calidad. En determinados circuitos de clubes aún hoy se siguen valorando las sesiones de estos oscuros discos de Tico Records, Roulette o Salsoul, entre muchos otros.

Hace unas semanas Germán se fue a reunir con su querido hermano Ernesto, para volver a cruzar juntos las aguas del “Niágara”, para volver a encender las luces y ver cómo gira la bola de los mil espejos de “Los Cinco Latinos” frente a la barra, haciendo de la ucronía una isla caribeña donde gozar. Una isla cada día erigida por debajo de la lluvia del Norte -ya sea la de Santander o la de Vigo, es lo mismo, lluvia que no cesa, que oxida-, construida con esa inmensa riqueza musical que venía de atrás y que podía ser incorporada al presente como un sueño, en ese ir y venir de la historia.

Hubo un tiempo en el que leí un sesudo ensayo de estética -no recuerdo el autor- en la ínclita Revista de Occidente que robaba a Germán el título de una de sus mejores canciones, “Malos tiempos para la lírica”. No es de extrañar, pues el título en sí mismo es un hallazgo. Y la canción entera un tallo de hierro. Como lo es “No mires a los ojos de la gente”.

La historia musical de Germán Coppini ha sido reescrita estos días muchas veces en diversos medios tras su muerte el pasado 24 de diciembre, lo que contrasta con el poco caso que se le ha hecho en los últimos 30 años. Adicto lector, sobrio, profundo conocedor de la música popular, Germán no volvió a encontrar otro Teo Cardalda con quien redondear sus viñetas costumbristas, ora de lo cotidiano, ora de lo fantástico. Hay, sin embargo, mucho donde escudriñar, desde sus canciones para Vainica Doble hasta su disco más galeánico de versiones titulado América herida, donde canta a Pablo Milanés cuando dice:«Pobre del cantor de nuestros días que no arriesgue su cuerda por no arriesgar su vida. Pobre del cantor que nunca sepa que fuimos la semilla y hoy somos esta vida». Ahora ya no está, “la muerte no lleva zapatos” firmaba recientemente Germán en una canción. Solo nos queda redescubrirlo, aunque solo sea a través de esas otras venas abiertas de América latina. Soñando con el libro de los abrazos. Coppini, nuevamente, unos pasos por delante del resto.

 

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