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El Durmiente y la Verdad

José Carnicero el

Autor colaborador: José Carnicero Ortiz de Solórzano,
Arquitecto

 

 

 

 

 

De todas las composiciones religioso-corales que el Greco llevó a cabo en su etapa toledana es tal vez la Resurrección que alberga el Museo del Prado la que refleje de manera más intensa -debido a la extrema verticalidad del lienzo, de proporción superior a 2/1- la inquietante e inusual espiritualidad de la que está impregnada su obra en estos años, característica esta que junto al tratamiento del color, poco y muy focalizado, le hizo convertirse a finales del XIX, tras siglos de extrañamiento e incomprensión, en uno de los referentes de la modernidad pictórica.

Esta obra, que extrema con escorzos imposibles la habitual morfología flamígera del autor, se organiza alrededor de dos ejes centrales, un marcado eje vertical con el Salvador en su ascensión a los cielos contrapuesto en imagen especular de sentido al soldado caído de espaldas y otro horizontal en el que la sorpresa y espanto que en su mitad inferior reflejan los legionarios romanos encargados de guardar la sepultura contrasta con la serena actitud, casi ajena al hecho relatado, del resucitado.

El extremo dinamismo del hombre sujeto al tiempo, y al peso de sus acciones en el devenir, en oposición al estatismo incurso en la eternidad del hijo de Dios.

Este soldado caído de espaldas genera con sus piernas un cono de diagonales que conforman las líneas esenciales de la composición y da expresión a un torbellino de desesperación y sorpresa en torno suyo, religando aún más nuestra mirada por el golpe de amarillo de su camisa que en contraposición con el rojo del manto del resucitado intensifica la verticalidad de la escena. Una impactante versión de esta figura realizada por Bacon -“mujer tumbada”- junto a lo que parece ser un gran charco de sangre, cerraba la reciente exposición del Prado a propósito del Greco y la modernidad.

El resto de los personajes de la Resurrección orbita entorno a esta figura invertida como si fueran el resultado de una explosión que arrastrara como metralla el Temor y Temblor del que hablara Kierkegaard.

Mientras repetía durante varios años, de forma constante y (poco) aplicada, la asignatura de Análisis de Formas en la Escuela de Arquitectura de Madrid tuve la oportunidad de copiar este óleo en una escala 1/3 con un bolígrafo -muchos bolígrafos Bic en realidad- y al hacerlo comprobé que podía dejar la mano sola vagando por el papel, traduciendo las líneas que el ojo me iba descubriendo en una suerte de dibujo desatento, lo cual era posible gracias a que la fina linea del bolígrafo se adaptaba con naturalidad al carácter sinuoso de las formas reproducidas permitiendo que el trazo mantuviera el carácter de un continuado esbozo.

Cuando el esbozo fue tomando forma caí en la cuenta de una figura que ajena en forma y contenido a las demás no permitía ese tratamiento, el torso de un extraño personaje que quedaba encerrado entre tres figuras y que se veía obligado en mi dibujo, por tanto, a reflejar todos los errores de encaje que este arrastraba. Un soldado profundamente dormido, acodado contra el dorso de su mano y ajeno al barullo sobrenatural que se está desarrollando a su alrededor. Un hombre que no despierta ante el mayor y más importante asunto que al hombre le ha sido dado contemplar desde el principio del tiempo. ¿Quién será ese tipo?.

En las grandes composiciones del Greco no es extraño encontrar algún personaje desatento, como distraído del asunto que se desarrolla en su presencia, pero este legionario encasquetado y dormido como un leño no está solo desatento sino ajeno por completo a la escena. Inaudito, ¿estar presente en la resurrección de Jesús de Nazaret -hecho este que además confirma sin duda su divina filiación- y perderse el momento por un invencible sopor?, Imposible. Esa fue mi reacción cuando mal encajé al soldado entre las líneas que ya conformaban inevitablemente mi dibujo y achaqué al personaje ser respuesta a un invencible horror vacui del pintor o a una broma posterior a la ejecución de la obra en sus líneas esenciales. Pero con el paso de los años se ha ido configurando en mí una muy diferente opinión, la de que en esta escena, descrita según una leyenda medieval apócrifa que fue abandonada de la iconografía oficial tras Trento, quiso el Greco representar con ese durmiente lo más específicamente humano, el carácter esencial de nuestra naturaleza, llegar siempre tarde a la excepcionalidad que el presente, sea este cual sea, lleva de suyo.

Si esto fuera así, el durmiente legionario sería el único personaje completamente humano de la obra, el único que al no percibir la trascendencia concurrente aún desarrollándose en su inmediata presencia da certera expresión de que desde nuestra sujeción a la temporalidad el plano de las verdades absolutas es incompatible con nuestra naturaleza.

Pero al margen de creencias y certezas, al contemplar este excepcional lienzo comprendemos que al menos -como dejo escrito Nietzsche– Tenemos el Arte para no perecer a causa de la verdad, de esa verdad suprasensible que siempre ha encontrado sabios y severos hermeneutas para alumbrar nuestra ceguera.

De ser plausible esta lectura, El Greco representaría algo que la modernidad “pese al sofisma del orbe encanallado” va camino de conquistar, que lo sagrado se exprese no más allá de la Inmanencia que somos, en este lado del espejo.

 

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